Fernández Conde o la quejumbre que no cesa
A D. Javier Fernández Conde nunca le faltó papel en LA NUEVA ESPAÑA para recitarnos la tarantela y la tarantana del dolorido sentir del vivo sin vivir en mí y tan alta vida espero que vivo porque no muero (como si los demás no estuvieran más o menos en las mismas). Y uno se pregunta a santo de qué tantos pucheros, si de este catedrático de Historia Medieval (supongo que por oposición) y cura rural (por opción) sabemos más que de sobra que siempre fue un niño mimado de la institución. Que D. Javier hizo en la Iglesia lo que quiso y esta siempre le dio lo que pidió. Y eso que uno apenas sabe de este cura de postín más que lo que él nos va contando en las sucesivas pasarelas que el diario le organiza para edificación de propios y de extraños. Ya que no se encienden las luminarias para ocultarlas bajo el celemín (a saber qué chisme es ese), sino que se colocan en el candelero para que la gente corriente no vaya por ahí dándose de trompicones.
Síndrome, pues, del niño mimado, una de cuyas cualidades más destacadas no suele ser la gratitud. Si una familia que está siendo agresivamente injuriada tuviera un hijo que, habiéndole dado estudios, fuese un abogado de prestigio, ¿no podría esperar de él que echase una mano a los suyos espontáneamente y sin pasar minuta? Pues este cura tan estudiado aprovecha su notoriedad para hacerse notar un poco más declarando el bochorno que le produce, a él tan exquisito, la pinta y los modales de su familia eclesial. Que cientos de miles de jóvenes creyentes vengan de todo el mundo a reunirse con su Papa gratis et amore, sin otra aspiración que la de verle y oírle y sentirse bendecidos por el abuelo de la cristiandad (que eso más o menos quiere decir papa), eso le parece a nuestro cura catedrático una escandalosa apoteosis de poder que no cabe en la Iglesia en la que él cree, que es por lo visto de vía estrecha. Pues la que le hizo un hombre y le dio un brillante porvenir es esta Iglesia con Papa y con obispos y con una universidad en Roma donde D. Javier estudió cuando quiso, lo que quiso y cuantas veces quiso, sin que le costase un duro.
También es verdad (hay que decirlo todo) que se reúne el cónclave y no elige al papa que D. Javier y sus epígonos habían previsto. O que la Nunciatura va cubriendo las sedes sin pedirles terna y así tienen que sufrir que presbíteros de poca monta lleguen a reverendísimos mientra se quedan ellos, lo más granado de la clerecía, en reverendos. O que se les pida homenaje a la Cruz de la Victoria, el mayor símbolo de poder del s. X, infausto recordatorio de que los cristianos ganaron en Covadonga en vez de ofrecerle la otra mejilla al moro, en preludio y prenda de alianza de civilizaciones. O que en esta España de la Inquisición, para una vez que tenemos un gobierno de izquierda y de progreso, va la Conferencia Episcopal y elige un presidente reaccionario solo por chinchar. O declaran mártires a los curas y seminaristas, muertos del bando franquista (como los define El País desde su elevado y ponderado magisterio).
En fin, que siendo la lista de agravios tan grave y larga, es normal que un alma sensible no levante cabeza. Y hasta se comprende que, en contrapartida de tanto sinsabor moral, se invente el hombre ese paraíso artificial de las gentes sencillas del campo. La gente sencilla del campo somos tan complicados y contradictorios (no nos priven de ese lujo, por favor) como los urbanos y universitarios con los que el dolorido sacerdote pasa seis días y medio a la semana. Se diría que, absorto en controlar al Vaticano, de Las Praderas del Cielo se quedó en el título sin asomarse con Steimbeck al nudo de dramas y pasiones que alberga casi cada casa.
Lo que no me perdería, aunque tuviera que ir a pie, es un curso monográfico sobre las persecuciones impartido por Fernández Conde. Porque me acucia, mit brennender Sorge, la cuestión de si es la Iglesia la que tiene que pedir perdón de ese genocidio del que fue víctima entre el 36 y el 37. Y en Asturias ya en el 34. Por ahí parecen apuntar con insistencia los tiros de la izquierda; y para izquierda la de este cura que nos promete o amenaza con que morirá en ella. Fuera de la cual no hay salvación (que Carrillo nos coja confesados). Cuando escribo genocidio no lo hago por hipérbole sino citando literalmente a Payne, que de historia sabe casi tanto como D. Javier. Y de la Contemporánea hasta puede que algo más.
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