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La bolera de Abamia

18 de Septiembre del 2011 - Ramón Alonso Nieda (Arriondas)

Pasaba el 31 de agosto, fiesta de San Ramón Nonato, por la variante de Corao cuando me dije «Ramón, acércate a Abamia (que más cerca vas a tardar en tenerla) y comprueba de visu lo que hay de lo que oyes y lees sobre lo que allí aconteció». Tan imperiosa y precisa inspiración sólo me podía venir del santo, así que, sin dudarlo, dejé la variante y enfilé la carreterina de Abamia.

La primera impresión no podía ser más positiva. El gran texu, que tanto dio que hablar, exhibe una frondosidad de un verdor tirando a negro, síntoma de una salud casi insultante (que diría Ortega si entendiera también de texos). Si nuestro árbol totémico sobrevivió a la dominación romana y a la visigoda, a la invasión árabe y al franquismo (de indisimulada preferencia por el pino gallego), no era cosa de que sucumbiera a las políticas forestales de las sucesivas consejerías del Gobiernín. Algo pudo influir también el que en la última legislatura estuvo al frente de la Dirección General del ramo nada menos que un Arce (que a ver quién va a entender más de árboles que un congénere. Aparte de que los arces siempre tuvieron mejor reputación que los alcornoques).

No me pronunciaría en el pleito de si a la cristianísima iglesia de Abamia había que dejarla a cuerpo gentil como Dios la trajo al mundo o si era más piadoso envolverla en un sudario. Doctores en restauración tiene la Iglesia (y no digamos la Consejería de Cultura, que hasta tiene zulos donde desaparecen los desaguisados) que os sabrán responder. «Ensabanarla» fue el palabro puesto en circulación para el discutido trámite. Ahora bien, puestos a «ensabanarla», tendría que haber sido con el mejor paño, como corresponde al nobilísimo cuerpo de un templo de rango real, panteón de nuestros primeros reyes, humilde emblema de nuestra libertad (el que no esté de acuerdo que pruebe a vivir en Marruecos o en Afganistán). En vez del mejor paño, «ensabanaron» Abamia con el peor trapo, que ya se está cayendo a cachos. Por allí hay trazas de que la rapacería juega al cascayu con los cascotes y debió de ser una niña (que son ellas más apañaditas) la que con no menos de 45 trozos dispuso un logotipo en EME, de metro y pico de largo por medio de ancho.

Las nuevas puertas corresponden c por b con lo que había oído; pintadas de verde y con cristales, parecen las de una discoteca de esas de la orilla de la carretera en la provincia de Burgos. A ver si fue en cumplimiento de alguna voluntad real, que como en aquellos tiempos no emitía la TPA ni había hecho estragos la filosofía de género, doña Gaudiosa se quedaba en casa tan contenta leyendo revistas de decoración, mientras su real esposo salía a combatir al moro.

Lo más llamativo, aunque apenas se percibe, es el pesebrón del techo. Los arquitectos (que no presumen de saber latín, como los abogados y los botánicos) llaman pesebrón, así a lo bruto, a una especie de zanja que disponen en los tejados para darle una última oportunidad al agua de colarse en las paredes antes de escurrirse por el alero. Objetivo logrado al cien por ciento en Abamia, a juzgar por las aparatosas manchas de humedad que van de arriba abajo (y no de abajo a arriba, por capilaridad, que sería lo normal). Instalar pesebres debió de ser una prioridad para el régimen de Areces (la caballería de Cascos, helos, helos por do vienen, no va a tener problemas de abrevaderos), pero con Abamia se pasaron y dejaron allí ese pesebrón. Leo que lo de Abamia está sub iudice, pues como el yúdice no se quite pronto de encima dejando caer sentencia será la pobre iglesia la que se venga abajo.

Por la campera vense unas cuantas bolas desparramadas. Como si don Pelayo y su séquito se hubieran entrado para el chigre sin recoger la bolera. Lo que no sabía uno es que en la corte de Cangas se jugara bolera cántabra en tiempos de la Reconquista, ya que las bolas son morrocotudas y deben de pesar un quintal (a no ser que sean las de los responsables de la faena, en cuyo caso les llamarían en Argentina boludos con sobrada razón). En resumidas cuentas, que mejor (y más barato) sería dejar la conservación del patrimonio al tiempo, con sus hiedras y sus lagartijas. El tiempo es muy sobón y deja los monumentos como muñones pulidos de un cuerpo mutilado, mutilado pero querido (como el de Quino el Manco, en «El Camino» de Delibes). Qué otra cosa es cada vida si no el recuerdo doliente de un tempo che fu. En cambio, entre las consejerías y los contratistas la hormigonera no parece que cumpla otro cometido que el de trasegar la pasta.

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