El encuentro
La última vez que nos vimos fue entre aquellos eucaliptos que rodean Villariz, ¿te acuerdas?
Esta frase, pronunciada momentos antes por Pepita, la amiga inseparable de la infancia, había despertado en mí tantos recuerdos como olas llegaban presurosas a besar mis pies descalzos.
El encuentro con Pepita había sido completamente fortuito. Cuando lrma ya había tomado posiciones en aquella playa concurrida y variopinta, zas, un balonazo en la espalda. Miro hacia atrás y veo a una mujer amonestando al goleador.
–Pero si es Pepi –musitó lrma, mientras se aproximaba a ella.
Las dos se fundieron en un abrazo, constatando luego que vivían en localidades próximas.
La última vez que nos vimos fue entre aquellos eucaliptos que rodean Villariz, ¿te acuerdas? –preguntó Pepita, agrandando los ojos en busca de la deleitosa confirmación.
–Claro que me acuerdo –respondió Irma, sin soltar las manos de su amiga–. Yo estaba con mis padres y mi hermano Javi. ¡Cómo pasa el tiempo! Tú ibas con tus padres y el primo Roberto –añadió Irma, terminando la frase con un tono y gesto picarescos.
Y el bello paisaje rielaba, exultante, en la leve película que empañaba los ojos de ambas amigas.
–Sí, merendamos todos juntos y estuvimos allí jugando y hablando hasta el anochecer. ¡Qué bien lo pasamos! Y qué casualidad que las dos familias marchamos al poco tiempo del pueblo –dijo Pepita con un deje nostálgico.
–¿Y Roberto? –inquirió Pepita.
–Ah!, sí, me enamoré perdidamente de él
–Anda, qué misteriosa, no me dijiste nada. ¿Y luego? ¿Duró mucho el idilio?
–No, no, simplemente fui para casa traspuesta, flotando. Me duró unos días, luego como no lo volví a ver, ahí se acabó. Pero a consta del Robertito experimenté un cambio en mi persona...
–Bueno, hablemos del presente. ¿Qué fue de tu vida, Pepi?
–No, no, acaba con lo de Roberto, que estoy intrigada.
–Pues, nada, cuando lo vi, sentí no sé qué... Ya sabes. Luego, cuando estábamos disponiendo las cosas para la merienda, «chocamos» los dos, y una emoción insólita me recorrió el cuerpo. Empezamos a reír y nos quedamos mirando, embelesados. Pero, al momento, recuerdo que me avergoncé de lo que me estaba sucediendo. Y es que pienso que en un gesto de coquetería, coloqué mis trenzas hacia adelante. Y en aquel momento, me vi la más ridícula de las chicas, con aquella, coletas entre las manos, rematadas con un lacito rojo. Esa misma noche hablé con mi madre. Y al día siguiente, en una caja de zapatos, quedaron guardadas para siempre las trenzas, y la niña que había sido. Desde entonces empezaron a interesarme los chicos, y se iniciaron las negociaciones con mis padres acerca de la hora de entrar en casa. Así que, fíjate, si Roberto marcó mi vida...
Y las dos amigas sonrieron, nostálgicas
–Pues aún sigue soltero –añadió Pepita con ironía–. Pero basta de primo. ¿Qué es de tu vida, Irma?
–Bueno, hice Historia. Doy clase en un instituto. Me casé; tengo una hija con quince años... Y eso es todo. Mis padres murieron,
–Yo estudié Magisterio –dijo Pepita–. Estoy casada; tengo dos hijos. Y no trabajo, pues el primero nació con algunos problemas. Y me quedé en casa para atenderlo mejor. Luego lo fui dejando, hasta hoy...
–Pero ahora el chico está bien, ¿no?
–Sí, sí, perfectamente. Tiene quince años. El otro es el del balonazo, Manuel, de once. (Pepita lo llamó para saludar a su amiga). Me pesó mucho no trabajar.
–Sacaste a tu hijo adelante, que no es poco.
–Sí, de acuerdo, pero sin mi ayuda, también habría salido adelante. Y hoy no me sobraría un sueldo más en casa. Mi madre, que vive cerca, me ayuda algo.
Pepita bajó la cabeza, esquivando los ojos y cualquier gesto que precipitara su confesión. Pero la alegría del encuentro la había traicionado, dejándola a merced de una depresión que ella celosamente intentaba ocultar hasta este momento.
–Además, esta circunstancia empobreció mucho mi vida –continuó Pepita–. Me abandoné completamente: apenas salgo, no encuentro tiempo ni para leer... perdí el hábito, claro. Por otra parte, parece que me falla todo: la familia, los amigos... Soy una amargada, una fracasada, Irma. Tengo días que no aguanto ni a los niños ni al marido. Jaime trabaja mucho, de acuerdo, pero no me ayuda nada; cree que no trabajando fuera estoy como una reina; de qué voy a tener queja...
–Bueno, y si trabajaras, igual. No se enteran de nada. Pero, ojo, a ver cómo educas a tus hijos; no los hagas unos comodones, que por ahí se empieza. Por lo demás, debes apreciar todo lo que tienes y, por supuesto, no compararte con nadie; es tu vida la que tienes que vivir, y muchas veces te haría un gran bien hablar o protestar, incluso. Por otra parte, no eres tú sola; cumplidos los cuarenta y cinco, nos vamos haciendo con fobias; pero de eso nada; tenemos que negarnos a ser unas viejas gruñonas; ya ves cómo las arrugas vienen dando caña... Hay que reír y reír. No sé quién dijo que la risa era una manera de olvidar.
Pepita se esforzó por sonreír a través de sus lágrimas y mirando, como encantada, a su amiga, dijo:
–Eres fenomenal, Irma.
–Mira, estoy leyendo ahora «Meditaciones», de Marco Aurelio –continuó lrma– y, aunque huele a rancio, lo encuentro muy actual y práctico.
–Madre, sigues tan «empollona» y... tan lista. Oye, pero ése no fue un emperador romano? Inquirió Pepita.
–Sí, pero también uno de los más grandes pensadores. Dice cosas como: «Conviene vivir de la mejor manera; y esta posibilidad radica en el alma, si uno se muestra indiferente con lo que es indiferente. Todo es opinión y ésta depende de ti –dice en otro lugar–. Cuando tropieces con un yerro... suprime la opinión, y la posibilidad de sufrir daño queda suprimida». Bueno, como nos vamos a ver más a menudo, ya te lo dejaré algún día, si te interesa.
–Sí, lrma, todo lo que me dices está muy bien, y te lo agradezco, pero no creo que me valga; estoy muy mal, muy hundida.
No obstante, el mar de sus ojos había adquirido un punto de serenidad y bonanza.
–Y, desde luego, Pepi, tenemos que obviar muchas cosas, y volvernos un poco ingenuos, como niños... A propósito de esto: ¿te acuerdas de « la dama de Elche»?
–Claro que me acuerdo; la maestra de las rodetas tapándole las orejas –dijo, ya más animada, Pepita–. Sí, que no hacía más que enseñarnos versos.
–Bueno, pues recuerdo que doña Concha, con su voz atiplada, nos recordaba con frecuencia un soneto del poeta asturiano Alfonso Camín «A una niña». Nos lo hizo aprender y, a menudo, nos decía: Sí, niñas, no os olvidéis de seguir lo que os aconseja Camín en estos versos, Y lo volvía a recitar ella.
–Yo no me acuerdo de nada –dijo Pepi.
–A ver, ¿cómo era? Ah!, sí: «Nunca dejes de ver en las cosas/ una estrella, una luz, un color;/ en el agua las piedras preciosas/ y en los cielos la Osa Mayor». Luego, hacia el final, había un verso que decía: «No merece la pena la pena...» Sí, lo repetíamos mucho; pienso que nos hacía gracia el juego de palabras.
–¡Qué memorión! Y qué buena eres –dijo, admirada, Pepita.
–Así que, ya sabes, no dejemos de ver en las cosas una estrella ...
–Una luz, un color –completó Pepita, haciendo gala de buena alumna.
Y, mirando el reloj, lrma se alarmó por la hora, recogiendo sus cosas con rapidez:
–Bueno, ya es tarde. Mi dirección, teléfono, dame lo tuyo... Hasta muy pronto, ¿verdad? –dijo lrma, guardando sus cosas con rapidez.
–Sí, claro que sí. ¡Qué tarde más estupenda! ¡Gracias! ¡gracias! –contestó, emocionada, Pepita.
Y se abrazaron largamente, con un abrazo más sentido y fraternal que el del encuentro. Pepita llamó a su hijo con voz timbrada y resuelta: ¡Manuel!..., mientras con una mano despedía a Irma, que, de vez en cuando, se volvía.
Ya caía la tarde, tiñendo de rojo el horizonte. Las olas llegaban envalentonadas, arredrando a la playa, que se iba encogiendo. Quedaba poca gente. Cuando estaban a punto de partir, una gaviota rezagada, saliendo detrás de una roca, los asustó con el despliegue decidido de sus alas. Pepita se detuvo mirando cómo remontaba el vuelo, buscando lo más alto de un acantilado, que se perdía a lo lejos.
Cuando Pepita emprendió la marcha, con su hijo a la zaga, se dio cuenta de que la frágil barquilla de su vida, ligera de lastre, empezaba a bogar, si no ufana, sí con la ilusión de emprender una nueva singladura.
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