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Constitución a la carta

26 de Septiembre del 2011 - Antonio de Pedro Fernández (Cangas de Onís)

Vaya de entrada: no creo en las constituciones sacralizadas, inmutables, eternas. Las constituciones, como norma jurídica máxima de un Estado, no son algo aséptico, objetivo, absolutamente imparcial; las constituciones, cualquier constitución, responden, en un momento histórico determinado, al equilibrio o imposición de una de ellas, de las fuerzas político-sociales presentes en el país. Si se quiere, responden a los intereses de la clase o clases detentadoras del Poder en un tiempo y Estado determinado.

La Constitución española de 1978, hoy vigente, respondió a los intereses actuantes en el inicio de la llamada Transición. Pretendió –y lo consiguió– salvar del pasado franquista lo salvable y aceptar libertades, derechos y garantías fundamentales, por lo demás, consagradas en las sociedades avanzadas desde tiempo atrás y que, por breve tiempo, España gozara durante la vigencia de Constitución de 1931.

Durante años se ha dicho a los españoles que la Constitución del 78, por su contenido, era suficiente para hacer de España un paradigma de convivencia democrática por lo que, consecuentemente, era innecesario, cuando no peligroso, intentar cambios en la misma, reformarla, bastaba con que en el «festín transicional», por referéndum, se hubiesen ratificado sus carencias y (re)conquistas.

Los años han pasado, pero las carencias y supervivencias del franquismo han permanecido. Estas últimas, ¡ésas sí han sido inmutables!, sin embargo, ha bastado que el sistema al que pretendía –y lo hizo– representar entrara en crisis, para que sin empacho alguno, cuasi aviesamente, con «agosticidad» y sin interlocutores, los dos partidos del estatus, apresuradamente, la reformaran. Reforma, ¡claro está!, que no afecta a las lagunas, insuficiencias y carencias que la Constitución contiene; afectará, sí, aunque no quieran reconocerlo sus impulsores, a aspectos esenciales del sistema democrático, a conquistas sociales logradas tras años de luchas y sacrificios. Es cierto que desde un punto de vista meramente formal, ateniéndonos al texto literal, no se tocan derechos fundamentales, ni la estructura del Estado. Ahora bien, ahondando en su contenido, yendo más allá de lo formal, establecer un techo de gasto para las inversiones de las administraciones públicas, constitucionalizándolo, implica maniatar, cuando no impedir, una actividad gubernamental de carácter progresista.

Obvio es, que en una deriva neoliberal por la cual transita Europa, es fácilmente entendible que el papel del Estado no sea otro que el de guardián y protector de la sacrosanta iniciativa privada, en su más voraz y agresiva cara: el capitalismo financiero globalizado. El papel de Estado debe estar reducido a facilitar jurídicamente su preponderancia, a garantizarle su desarrollo y, si es necesario, salir en su auxilio en momentos de crisis. Esto que es lo propio de gobiernos de derechas, conservadores (válido también para superestructuras como la UE), es difícil de digerir ideológicamente cuando son los autodenominados gobiernos socialdemócratas (en puridad, pseudosocialistas) sus valedores, propiciadores, impulsores y ejecutores. En el mejor de los casos, son siempre alcahuetes de los intereses más conservadores y retrógrados.

Se dice que no hay otra salida a la crisis, que si se quiere que mañana –un mañana sin fecha– se recupere la bonanza perdida y la senda del crecimiento, no hay más remedio que reducir derechos sociales, conquistas y beneficios laborales, propiciar que los empresarios y los grupos financieros gocen de prerrogativas y facilidades para invertir. Seamos sinceros, en Europa, en general en todo el mundo capitalista, dicho de otra manera si se quiere, para estar más a tono, en el mundo de la economía de libre mercado, quien dirige la misma son los representantes del sector privado en su más amplio sentido, véase si no a qué ha quedado reducido el sector público de la economía. Olvidémonos de esa falacia que propaga la conseja de que la crisis tiene uno de sus orígenes en las políticas llevadas a cabo por los gobiernos socialdemócratas. Preguntémonos: quiénes eran los beneficiarios de esas políticas desde el punto de vista financiero. Los mismos que aplaudían y se beneficiaban ahora quieren hacer recaer el peso de la crisis en los sectores que poco, o nada, tuvieron que ver con ella.

Los sectores populares –léase los sectores trabajadores– perderán, ya lo han perdido, la gran mayoría de las conquistas sociales producto de años de lucha. ¡Volvamos al siglo XIX!, ¡daos por satisfechos si podéis conservar el puesto de trabajo, manque sea disminuido o en precario! Triste panorama el de este siglo XXI, que por mor de la «modernización de las relaciones laborales», inicia un retroceso centenario en las mismas. Qué son, si no, la desaparición del contrato de trabajo indefinido, la reforma de la contratación colectiva centrada en la empresa, el aumento de edad de jubilación, la limitación o restricción en la sanidad, educación y asistencia social, la desaparición de los derechos adquiridos, etcétera, etcétera. Pero esto no era todo, faltaba algo más, era necesario satisfacer al monstruo, a los mercados, esa etérea denominación, eufemística, engañosa y malévola, que quieren más; lo quieren todo, quieren no ya gobernar en la sombra, quieren hacerlo a plena luz y lo hacen ante la aptitud pasiva, qué decir de la actitud, de millones de «alienados», esporádicamente «indignados». Pero es necesario hacerlo con todas las garantías legales, lo contrario no sería «democrático». De ahí que las máximas normas de los estados deban consagrar, en el fondo, que el Estado ya no cuenta, que quienes cuentan son los intereses del moderno imperialismo financiero (los mercados). En el caso concreto de España, la maniobra, por burda no puede ser más escandalosa, ejecutada por el otrora progresista PSOE; hoy marioneta de la derecha, gestor de sus intereses, mendaz y manipulador.

La reforma constitucional presente no responde a un acuerdo entre el PSOE y el PP, aunque formalmente así aparezca. En verdad no hace falta tal. Responde a la defensa de los intereses del neoliberalismo, a los del capitalismo financiero. No nos vengan, pues, con la milonga de la necesidad de salvar a la patria, de conservar un «inexistente Estado de bienestar», lo que se pretende salvar son los intereses de quienes se han beneficiado de años de bonanza y ahora, en horas bajas, en el aquelarre saturniano del capitalismo monopolista, en la lucha por sacar la mejor y mayor tajada, es necesario exprimir, como siempre, a los más débiles.

El «banquete» está servido con constitución a la carta.

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