Bravo por Piñeres
Ayer fuimos desde Gijón a Piñeres para participar en la misa-funeral que se celebraba para despedir cristianamente a Enrique, padre de amigos y abuelo de una amiga de nuestra hija. A decir verdad Piñeres nos conmovió. Todo el pueblo acudió a despedir a su convecino. Ya en las puertas de la iglesia se sentía la unión, la solidaridad, la vecindad, la hermandad. Cuando la gente se reúne, incluso en los funerales, es habitual el murmullo, la algarabía. Allí no. Las personas estaban atentas a la familia y hacían gala de respetuoso silencio y de sabia compostura, como queriendo comulgar con el dolor de la familia. ¡Qué ejemplo!
En el interior del templo, lleno a rebosar, se palpaba la comunión de todos con el celebrante que desgranaba palabras de consuelo y de esperanza. Allí vimos a hombres y mujeres unidos en la oración, participando activamente en la ceremonia, cantando con energía y convicción las tradicionales canciones que insistían en que la muerte no es el final del camino y que, por el contrario, ahora Enrique participaba de la vida misma de Dios. ¡Qué bellas las palabras del sacerdote, qué emocionada intervención la del lector, qué hermosa la actitud orante de toda la asamblea! Los funerales tienen mucho de hábitos rituales y protocolarios. Allí no. Allí se hermanaban sencillez y hondura; allí se respiraba autenticidad y solidaridad; allí se fundían pueblo y comunidad. Allí había humanidad y mucha fe.
Estoy seguro de que Enrique, que desde la atalaya del cielo puede ver bien el corazón de las gentes, aplaudirá el bello ejemplo de sus convecinos de Piñeres como yo lo hago: ¡Un abrazo fuerte para la familia de Enrique y Bravo por Piñeres!
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