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A mi hermana Gabriela

14 de Octubre del 2011 - María Antonia Vigil-Escalera Cueto-Felgueroso (Gijón)

Apenas se cumplía media hora del día 21 de septiembre, cuando mi hermana, tras dos largos meses fuera de casa, iniciaba un viaje quizá menos largo pero sin billete de vuelta, aunque con nuestra esperanza de que le resulte más placentero y la tristeza que nos produce la duda de lo incierto.

Al igual que hacemos cuando terminan las vacaciones y no hay dudas sobre lo que tienes que meter en la maleta, porque todo está en el armario, recogí, sin poder ni querer contener las lágrimas, sólo sus cosas, aunque la casa estaba preparada para recibirla a ella. Cosas que resumían bien su vida: su música, su punto, la radio que sutil y zalameramente le había sonsacado en estos días a nuestro padre (porque según ella las que tenía en casa no funcionaban bien) y sus zapatos especiales, regalo de su madrina, los que la llevarían de camino a casa; esperanza que conservó hasta el final.

Hacía treinta y dos años que la vida le había dado una segunda oportunidad, gracias a la insistencia de nuestro padre que, aconsejado por su buen amigo el doctor Rodicio, luchó contra viento y marea para llevarse a Gabi a Madrid, donde más tarde, de la mano del doctor Rengel, le llegaría su nuevo riñón. Riñón que celosamente vendría siendo cuidado por la doctora Rodríguez (Oviedo) durante estos últimos veintinueve años. «Llama a la doctora Rodríguez», decía. Nada se hacía, sin lo que a lo largo de los años, se convirtió en un su amistoso consejo.

Ni dudar tiene que en todo lo anterior no necesita comentarios la intervención de nuestra madre, que todos alaban como de abnegación y sacrificio y que yo prefiero llamar derroche de amor, siendo para ella en cada momento lo que hiciera falta: enfermera, médica y, sobre todo, compañía.

Una segunda oportunidad en la que aprendió Braille con Maite, tocó el piano con María Eugenia, compartió labores con sus amigas de «Personas», disfrutó de las canciones de Nora, mantuvo un estrecho contacto con Amelia, a quien no dudaba en telefonear para informarse de las novedades de la ONCE que le pudieran servir de idea para pedir en casa como regalo de Reyes, santo o cumpleaños y a quien cada año le agradecía el calendario que para ciegos le cedía en Navidad; a Carolina, que la informaba de las cintas de video adaptadas, o a Concha, que la acompañaba en las celebraciones de Santa Lucía.

Tuvo la oportunidad de ser tía, y de que la boca se le llenara de agua cuando hablaba de los «neños» –que era como se refería a ellos–. Sintió su cariño recuperando con ellos los juegos de cartas y fichas, que en otros tiempos disfrutaba con nuestra hermana Micaela. Se enorgullecía de ser madrina y, bromeando, se autollamaba «el punto de la i» cuando hacía pareja con el padrino, en alusión a su físico.

Sus andares de «vaivén» por la calle Corrida y centro, bien para pasear o ir de tiendas a elegir ropa, hacer regalos, escoger lanas para sus famosos agarradores, ir a la compra, a la farmacia, o cortarse el pelo –eso sí, siempre del brazo de una señora de pelo blanco de gesto cansado pero complaciente–. Supo disfrutar de las conversaciones que amablemente unos y otros le brindaban al tiempo que la atendían y para quienes resultaba ser simpática y encantadora, escondiendo la fuerza de su carácter. Eso quedaba, como suele ocurrir, para los de casa.

De la mano de nuestra querida Sara dio sus primeros pasos y fue Raysa, «su amiga», quien la ayudó en los más duros, los últimos. Pero no en vano pasó por este mundo, viendo su clamorosa despedida.

Quiero agradecer a todas y cada una de las personas que han estado con nosotros en estos duros meses, familia y amigos, por haber demostrado que lo son, y a aquellas otras que con un gesto, una mirada, una palabra, nos han venido dando su apoyo y ofreciendo ayuda.

Al personal sanitario y no sanitario de la Cruz Roja, que ha mostrado su lado más humano durante su estancia allí y a los que me gustaría nombrar uno a uno pero desconozco sus nombres: al doctor Canteli, que supo diferenciar a Gabi de su enfermedad, preocupándose aún más de la persona que del paciente y a quien las circunstancias impidieron darnos el informe de alta que tenía redactado hace tiempo; a los fisios Carlos y Cristina, que dibujaron en su cara la sonrisa de ver que volvía a caminar; el calor de Ana, que desde el control de enfermería llegaba a la habitación, el vaso caliente de leche de Ire, el primor de Susana –que entre fregona y fregona le cogía los puntos que se le soltaban cuando tejía–; el «gatín» de Morán, el cariño de José Antonio –que cuidadosamente le colocaba su mañanita rosa antes de bajarla al gimnasio–, las bromas de Agudo y su secreta propuesta de matrimonio «de una de la calle Corrida con uno de la calle Cabrales».

Pero lo que no sabía Agudo es que su corazón ya estaba comprometido, porque Joaquín no era sólo su cuñado o su «psicólogo particular» –como ella decía–, sino que siempre había sido de las tres; pero lo que Gabi no sabía es que él la llevaría de la mano hasta el final, a encontrarse con Micaela en la mar.

¡No lloréis ni estéis tristes! ¡Todos arriba! Que es lo que Gabi quería.

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