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Economías familiares en precario

27 de Octubre del 2011 - José Antonio Gutiérrez González (Piedras Blancas (Castrillón))

La pobreza ahoga y mata. Y de qué manera. La crisis económica que padecemos sigue haciendo estragos y, como de costumbre, quienes más lo notan son aquellas personas que tienen y sufren estrecheces de dinero para llegar a fin de mes. Y con el actual ritmo del paro la situación cada día seguro que empeorará.

En un local de Cáritas existe un cartel que dice haber atendido a más de 1,6 millones de personas el pasado año y revela que la pobreza en España continúa incrementándose. El incesante impacto de la crisis ha disparado las peticiones de ayuda. El paro no perdona y el recorte de las prestaciones sociales lleva a muchas familias a llamar a las puertas de organizaciones de asistencia pública. Un millón de estas solicitudes suele ser de atención básica de emergencia, o sea, comida, ropa, pañales y también pago de suministros como la luz el agua. Es un récord en sesenta años de vida de la institución y el drama inexorablemente se sigue repitiendo. Por ello, comedores sociales han empezado a abrir los domingos.

Hace días, en Avilés, mientras varias personas cruzábamos en verde un paso de cebra, un coche con las ventanillas bajadas esperaba su turno para pasar. El conductor llevaba conectado el «sin manos» y podía escuchar todo el que quisiera la conversación a través del altavoz: «Venga tío, quedamos y nos tomamos una cerveza, sólo una, hombre», proponía el automovilista. «No puedo tío, estoy fatal, me he quedado sin trabajo, no tengo casa... Menos mal que tengo familia», replicaba el amigo.

Confieso que estas palabras quedaron fijas en mi cabeza llegando a apelotonarme las ideas, y mientras seguía mi camino pensé en la cantidad de gente que se hunde en idéntica situación. Sin casa, sin empleo y sin ganas de salir a tomar una copa de lo que sea con los amigos. Sinceramente, me pareció advertir que no había dramatismo en su voz, sólo una dura realidad; era la constatación de unos hechos probados.

Y lo que me pareció bastante aterrador es que ya empezamos a tomarnos por normal lo que no puede serlo. No es normal esta adversidad tan profunda. No es normal que hombres de cuarenta años regresen al hogar de los padres, recuperando la antigua habitación porque se han anclado en esta irritable coyuntura. Sin embargo, el desastre es tan duro y cotidiano que ya todo va pareciéndonos normal, y esto es muy peligroso porque indica que nos estamos apoltronando en la resignación.

«¡Menos mal que tengo familia!», había pronunciado el tipo de la voz anónima. Sí, efectivamente, por suerte formamos parte de una sociedad familiar y por eso todavía no ha estallado una verdadera revolución que desemboque en serios conflictos sociales. Las familias arropan y protegen mientras pueden a sus miembros aletargados porque cuidamos de nuestra sangre hasta que nos desangremos, y, en fin, no sé cómo va a acabar esta farragosa situación.

Pero cuando un hombre joven no sale de casa para tomarse un vino con los amigos la víspera de un festivo, es que la cosa pinta mal. Y por muy mal que estén las cosas, el Gobierno y la sociedad no pueden, de ninguna de las maneras, olvidar a los grandes desatendidos, que los hay por miles en el país.

Porque no sólo es una cuestión de legalidad constitucional. Es, sobre todo, por severas razones de dignidad social y de emergencia humanitaria.

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