Sin sentimientos
Todo el mundo conoce la historia del Titanic, aquel transatlántico que chocó contra un iceberg en las gélidas aguas de Terranova, acabando con la vida y las esperanzas de muchos de sus tripulantes. Aún hoy las esperanzas de muchas personas siguen chocando contra fríos témpanos de hielo, duros, gélidos, sin sentimientos, que se interponen en nuestro avance en la vida y que, aunque suene extraño, no necesariamente están flotando en el mar, sino que también pueden estar detrás de un mostrador, en los pasillos de un hospital o al otro lado del teléfono. Mi hermano sólo tiene 11 años, pero desgraciadamente tiene que cargar con una enfermedad neurológica-crónica que nadie debería padecer, mucho menos un niño. El otro día sufrió una crisis, una especie de convulsión que le dejó inconsciente por un minuto. Rápidamente llamé al 112 y nervioso, obviamente, le comuniqué a la persona que me atendía (por llamarla algo) que necesitaba una ambulancia urgentemente, en tal calle, en tal portal, en tal piso, incluso le dije los ascensores que deberían tomar los facultativos para subir hasta mi casa; pero este individuo, como el iceberg que hundió el Titanic, se mostró impasible e incluso llegó a gritarme textualmente: ¡No me grite, no me grite! ¡Estese tranquilo, joder!. Mi pregunta a este ser, a este trozo de hielo que hundió nuestro particular Titanic capitaneado con bravura por mis padres, es cómo hubiese estado él en un momento así, hacia dónde hubiese virado.
Da igual, no importa, otro teléfono más, otro paciente más, otro histérico que llama despertándome de la siesta de las cinco, una llamada a la ambulancia y otra vez tranquilidad. Qué más da, total es otro Titanic...
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