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Ésa es la cuestión

28 de Octubre del 2011 - Francisco J. Ruiz Urraca (La Carrera)

En campaña electoral no hay político, grande o pequeño, que se resista a hablar de la enseñanza. La educación, junto con el fútbol, es uno de esos temas clásicos de los que todo el mundo se siente tentado a opinar, con o sin conocimiento del paño. Será porque unos y otros consideramos que la cuestión primordial, para qué sirve la escuela, ya está respondida, y que lo demás son matices de trazo grueso. Sin embargo, cuando sus señorías calientan el recién estrenado escaño, la posibilidad de obtener respuestas razonables a esta pregunta capital se diluye en la letra espesa de leyes, decretos y contradecretos destinados a desarbolar las iniciativas del Gobierno anterior. Resulta evidente que la educación no se toma en serio en un país con dieciocho administraciones legisladoras, donde el falso conflicto entre enseñanza pública y privada enmascara la obsolescencia de un sistema que contribuye a marcar las diferencias, consolidar las desigualdades y aumentar los prejuicios, en el que la calidad de la enseñanza se mide en aprobados por aula cuadrada y la propuesta más progre no pasa de regalar computadoras a troche y moche. Y resulta doloroso reconocer este extremo precisamente ahora, en tiempos de crisis, cuando la esperanza de salir del atolladero estriba en el esfuerzo, el empeño, el conocimiento práctico y la creatividad de la próxima generación. Soy consciente de que es mucho pedir que nuestros gobernantes tengan altura de miras: las cosas son como son. Pero como padre solicitaría de mis colegas lo que yo personalmente me exijo como docente: que no interfieran en la educación de mis hijos, que no acogoten la curiosidad natural que aún les queda, que les hagan apreciar la lectura, la escritura, que no permitan que los libros de texto lleven impreso el guión de toda su biografía escolar... Yo, por mi parte, renuncio a esos ordenadores que intentan disimular su futilidad dentro de armarios herméticos; también eximo a la administración educativa de ese empeño suyo por amueblar ideológicamente a la población estudiantil, y reivindico para mi pareja y para mí el derecho a ejercer plenamente y en exclusiva esa responsabilidad, que hacemos propia desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, contribuyendo con el ejemplo a que nuestros hijos sean solidarios, críticos y exigentes consigo mismos. Los padres que ofician como tales no precisan de programas o manuales guays para transmitir convicciones y valores en los que creen firmemente, a sabiendas de que la felicidad de los pequeños de la casa depende de que, cuando llegue el momento, sepan hacer, pura y simplemente, aquello que deben. Por lo demás, perdida de antemano la batalla en el ámbito político, sólo nos queda confiar en los buenos profesionales, que los hay, delegar menos en las instituciones educativas e implicarnos más como familia en la formación integral de los niños, rechazando las tutelas y vasallajes que impone un Estado empalagosamente paternalista. Así, al menos, llegado el momento de reparar el desaguisado, los jóvenes de hoy sabrán cómo han de proceder para que a ellos no les ocurra lo mismo.

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