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En el Hospital de Día del Hospital San Agustín

31 de Octubre del 2011 - Víctor Alberto Fernández Álvarez (Avilés)

No es grato tratar ni con la enfermedad ajena ni con la vejez. Menos aún con una mezcla de ambas. Si se ha de convivir con ellas debido al parentesco con quien las padece, los compromisos morales y las razones afectivas hacen más llevaderos los achaques físicos, la dependencia absoluta del otro, su falta de humor, las quejas reiteradas, el pesimismo permanente, el abandono, a la deriva, hacia el otro mundo... Cuando a todo esto hay que hacerle frente por meros motivos profesionales, y además todos los días, las fuerzas para conseguirlo son mucho más difíciles de encontrar y hacerlo es algo casi heroico.

Durante casi cinco años mi abuela, anciana y enferma, acudió de manera regular al Hospital de Día del Hospital San Agustín de Avilés. Ella, en su situación, no presentaba un comportamiento muy distinto al descrito anteriormente. Y, en su condición de enferma, y mis padres en la de acompañantes, tuvieron que pasar muchas, muchas horas junto al personal sanitario de esa unidad. Personal que no estaba obligado más que a ayudarla a subir y bajar de la silla de ruedas, a acostarla, a aplicarle el tratamiento y despedirla hasta la próxima sesión, lo cual, no es poco en sí. La cháchara espontánea, las palabras de ánimo, las carantoñas en los peores momentos de dolor o desasosiego o desánimo, el cariño, en definitiva, sólo lo dispensa quien lo lleva dentro y está predispuesto a entregarlo: el sueldo que cobra no obliga a nadie a ello.

En el Hospital de Avilés tuvimos la inmensa fortuna de encontrar a una plantilla que, en su totalidad, y durante meses, se comportó de esa manera tan ejemplar: difícilmente podríamos haber topado con profesionales que mejor representaran el ejemplo que he descrito antes, regalando comprensión, humor y afecto a mi abuela y a quienes la acompañaban.

Y si el comportamiento en general de todo ese personal será para nosotros algo que no vamos a olvidar, no podemos decir menos de la actitud de los dos doctores que siguieron las evoluciones de mi abuela. En primer lugar José Siro, el cual le diagnosticó la enfermedad en su inicio y nos guio a la hora de afrontar la noticia como si de un amigo se tratase: simplemente una persona extraordinaria. Y, durante el largo tratamiento, el doctor Jesús Medina, un médico que se enfrentó a la enfermedad irreversible con una convicción tan enérgica y contagiosa que uno salía de su consulta creyendo aún en el milagro (aunque fuese un milagro inútil), y que, si hubiese sido hijo de mi abuela, no creo que la hubiese tratado con mayor tacto y sincero afecto, incluso tras la última revisión, cuando el desenlace ya estaba claramente a la vuelta de la esquina.

En el nombre de mi abuela, Ángeles Fernández, (ella no era muy amiga de manifestaciones afectuosas) gracias de corazón a todos. Y, en especial, muy en especial, gracias a ustedes, doctores.

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