Vergüenza siento
La campaña electoral recién estrenada ya apunta a desgastada y envejecida por mucho aire de novedad tarima carísima aparte- que se intente aportar con el publicitadísimo debate a dos televisivo, que seguramente se sustentará en más de lo mismo, es decir, en monólogos encorsetados y en oraciones hechas de viejas y manidas palabras acusadoras. En divagaciones. En vacíos.
La demonización del adversario no es una buena praxis democrática, ni antes, ni ahora ni después de las elecciones. Más que una competición limpia en la que los representantes de los grupos políticos están dispuestos a poner sus "cartas" sobre la mesa para demostrar su valía, sus firmes convicciones y sus programas reales con los que dicen van trabajar y salvarnos de todos los males, lo que asistimos es a una sucia timba donde se juega con las cartas marcadas y en la que se intenta quitar de en medio al adversario con las malas artes de una demagogia rancia y avinagrada.
¿Cuánto hay en ellos de resentimiento, de personalismo y de democracia exclusivista? ¿Cuánto de intereses por salvaguardar sus privilegios y de zafarse de las consecuencias legales de sus corrupciones? ¿Cuánto de derroche y de malas gestiones convertidas en hábito disculpado?
Detrás de los partidos políticos, de sus representantes, del cargo que les arropa, hay millones de personas que los votan, y sus votos y decisiones deberían ser altamente respetados. Cuando se desprestigian entre sí, cuando se insultan, cuando se lanzan acusaciones y mensajes inciertos, mintiendo como bellacos, o cuando se atacan las creencias del adversario, lo están haciendo a todas y cada una de las personas que depositan su confianza en ellos, es decir, al pueblo soberano que los encumbró o los encumbrará en sus pedestales. De lo que tristemente se deduce que después de tantos años de democracia aún no se han enterado de ello.
Vergüenza siento.
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