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El hastío de los electores

14 de Noviembre del 2011 - Martín Montes Peón (Oviedo)

Si no me falla la memoria, el próximo día 20 será la décimo primera vez que estamos convocados a participar en unas elecciones generales, desde la instauración de la democracia en España. Y no, no se trata de que los electores estemos cansados de vivir en democracia, sino que el cansancio nos viene producido por la pertinaz capacidad para el engaño de que hace gala la gran mayoría de los políticos que padecemos.

Posiblemente tengamos los políticos que merezcamos, en un país en el que, como el nuestro, han crecido de una manera exponencial la incultura, la vulgaridad y el culto a las más diversas y esperpénticas deidades. Éstas, o cualesquiera que sean otras apreciaciones similares, son, sin embargo, las aviesas bazas con las que cuentan los profesionales de la política para tomarnos el pelo a lo grande y presentarse ante el electorado como paladines de la gestión y portadores de las soluciones más inverosímiles para acabar con todos nuestros males.

Si no fuera porque ya nos conocemos el paño, cualquiera que durante estos días se dedicara a escuchar los mensajes con los que nos bombardean los diferentes partidos políticos tendría la certera sensación de vivir en un país distinto. Una vez tras otra, caen exactamente en los mismos tópicos y las mismas mentiras, sólo que en esta ocasión ni el horno está para bollos ni la paciencia del elector intacta. Nada o prácticamente nada del contenido de los mensajes que nos trasladan aguanta la menor prueba de veracidad. En un momento particularmente complicado, como el que nos está tocando vivir, en el que por perder hemos perdido una gran parte de nuestra soberanía como Estado, carece del menor sentido que, sobre todo, los dos grandes partidos de ámbito nacional se empeñen en vendernos, nuevamente, una moto más pinchada que nunca.

Sus respectivos programas, los de los dos grandes, por no servir no lo hacen siquiera para poder ser utilizados como envoltorio, porque tanto el partido que merecidamente parece que dejará el poder como el que aspira a sucederlo son enteramente conscientes que habrán de tirarlo con sumo cuidado al cesto de los papeles, tan pronto como desde Berlín o desde París se produzca la oportuna llamada de atención, como ya sucedió con quien se va y ha de suceder con quien venga.

Evidentemente, no albergo la menor esperanza de ser escuchado ni por los unos ni por los otros, pero, si por una remota casualidad les diera por escuchar de vez en cuando a la ciudadanía, les diría que estamos tremendamente cansados de escuchar la calculada ambigüedad de sus propuestas, les rogaría que utilizasen un lenguaje llano y entendible sin mentiras ni rodeos y les exigiría, si no es mucho exigir, que dejaran de tomarnos por imbéciles con sus torpes y ensayadas poses electoralistas.

Para colmo de la desfachatez, tanto los populares como los socialistas han tratado, y medio conseguido, instaurar un sistema bipartidista que resulta francamente irrespirable. Por mucho que se empeñen, no es verdad que España se haya convertido al bipartidismo. Nada más lejos de la realidad. Si algo nos distingue a los distintos pueblos que conformamos este país es, precisamente, la pluralidad. Para bien o para mal, ésa es una de nuestras señas de identidad, aunque hay que reconocerles a los dos grandes partidos su extraordinaria habilidad para imponer un sistema de reparto de escaños, que lejos de ser proporcional castiga con contundencia a las minorías, hasta llevarlas cerca de la marginación política. Y por si ello fuera insuficiente, la férrea disciplina de voto que exigen a sus «culiparlantes», en donde priman más los intereses partidistas que los intereses del elector, hace que se den situaciones tan pintorescas como las de contemplar, por ejemplo, a los parlamentarios asturianos votando en contra de nuestros propios beneficios.

No seré yo quien anime al lector a que no acuda a votar dentro de unos días, pero sí lo invitaría a que medite por unos instantes la inutilidad que representa confiar nuestro voto a quienes más tarde decidirán fríamente desde la calle Génova o desde Ferraz lo que puede ser o no conveniente para Asturias. Esta sola razón sería suficiente para orientar nuestra decisión de voto hacia cualquier otra alternativa política, pero, además, también sería una eficaz fórmula para evitar tentaciones totalitarias y mayorías absolutas, tradicionalmente muy negativas para los intereses de Asturias, como, por desgracia, ya hemos tenido más de una ocasión de comprobar.

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