Presencia asturiana en Benín
En el año 1986 yo estuve en la descubierta de Benín para establecer una comunión misionera con la Iglesia de este país africano. Veo con satisfacción que en ciertos lugares de Asturias se realizan frecuentes gestos de solidaridad con aquel pueblo. Me alegra también la noticia de que Benedicto XVI se encuentra en este país para celebrar los ciento cincuenta años de su primera evangelización. Y, a más a más, parece que el arzobispo de Oviedo, Sáenz Montes, según he oído, hará próximamente una visita a la misión asturiana de Bembreké.
La verdad es que la cosa empezó en Galilea cuando Jesús de Nazaret presentó su programa: «Euntes in mundum univesrsum». Así nació la Primera Internacional.
En 1970, después de mesurada reflexión, nuestra diócesis fue de las pioneras en buscar nuevas expresiones para una misión, acorde a nuevas sensibilidades y posibilidades. No se podía desvirtuar el camino real para la formación y la cooperación global que, venturosamente, ya desde 1924, habían señalado las Obras Misioneras Pontificias.
No se trataba de tener nuestro proyecto, como «el pobre de la duquesa», sino que, haciendo zoom en la panorámica universal, podríamos comprender y atender mejor de todos y cada uno de los problemas que reclaman nuestra solidaridad. Nunca las misiones deben distraer de la Misión.
Esta nueva modalidad comenzó en Burundi con el envío de sacerdotes, religiosas y laicos y la promoción de variadas obras sociales y de desarrollo cuya propiedad y gestión no son del promotor o financiero, sino de la comunidad que recibe. La experiencia abrió el apetito a nuevos objetivos y se enriqueció el horizonte con una realización similar en el Quiché de Guatemala.
Ambas realizaciones, expresión de una única misión diocesana, fueron interrumpidas por situaciones de violencia armada.
«Cuando os persigan en una ciudad marchad a otra», dice el Evangelio (Mt.X-23). Con esta consigna en la mochila, el día de la Santa Cruz de 1986, yo y Alejandro Rodríguez Catalina, expulsado de Burundi, volamos, rumbo a Benín. Yo ejercía de «capitán araña y me quedaría en España», íbamos a la descubierta y estudio de nueva misión, Alejandro allá sigue y resiste, no me apetece decir como resto de naufragio, pero sí digo como un grito que reclama continuidad.
Por aquellas fechas el nombre de Benín no nos sonaba demasiado. Dahomey era más conocido por su amplia y brillante cultura africana, extendida desde Nigeria a Ghana. Pero ya se sabe que a los colonizadores no les interesaba tanto el pueblo como el suelo. Interesaba la gente como mano de obra barata. Las inmensas playas guineanas, con Ouhida, punto significante, que hoy visita el Papa, servían de embarcadero de esclavos, riqueza codiciada en los viejos imperios cristianos.
En aquel momento el gobierno beninés, salido de la revolución marxista leninista de 1972, estaba agotado. No había terminado con «la explotación económica y la alienación cultural», sino que su mayor logro se había quedado en autobautizarse como «República Popular de Benín».
El territorio es un estrecho y alargado hongo con pie en el Atlántico y la cabeza reclinada en el Shael, lindante con Burkina y Níger, al Norte; la amanecida por Nigeria y, al Poniente, frontera con Togo, país gemelo. En 113.000 km cuadrados habitan, sin especiales conflictos, cerca de nueve millones de personas de etnias y lenguas distintas: los caballeros baribá, los gandó, menestrales, los nómadas peulh, los yoruba y los fon, mayoría más influida por la colonia, aunque casi todos chapurrean el francés.
La escolarización primaria apenas alcanza un cincuenta por ciento de la población infantil. Hay, sin embargo, un número de universitarios y, aún, intelectuales, fruto de la colonización francesa, hasta tal punto que al Benín le apodan «le quartier latin de l'Afrique», aunque, la verdad, los mejores de éstos están en dorada emigración europea y americana. El nombre de Gantin circulaba entre los cardenales papables.
La renta per cápita es inferior a los 600 euros, lo que origina graves carencias alimentarias, sanitarias y educacionales que constituyen un ejemplo muy claro de lo que decimos Tercer Mundo.
El 60 por ciento de la población sigue la religión tradicional animista, con fuerte acento vodú. El Islam, impulsado por el lema «África para los africanos», pero sin fundamentalismos excluyentes, es practicado por el 15 por ciento y el otro 25 por ciento son cristianos, la inmensa mayoría católicos en creciente presencia respetada e, incluso, admirada. Los primeros misioneros llegaron hace 150 años. Hoy hay 10 diócesis con todos los obispos africanos y florecen vocaciones religiosas y sacerdotales.
Los misioneros asturianos atienden la comuna de Bembereké, con una población en torno a los 50.000 habitantes en el Borgou, zona media del país. En donde trabajan un buen número de misioneros y misioneras españoles. En Bembereké hay dos comunidades religiosas, una de ellas vinculada a la diócesis de Oviedo.
En esta zona, a medio millar de kilómetros de las grandes poblaciones costeras, los cristianos son una escasa minoría pero que admiran la presencia cristiana en otros poblados y, por contagio, sienten un dinamismo de crecimiento al que han de atender los misioneros en sintonía con las más íntimas aspiraciones del hombre y piden que se les enseñe el «camino». Vuelve la interrogación admirativa de hace dos mil años: «¿Qué clase de gente es esta que así se quieren y no tienen miedo?». El número de bautizados y catecúmenos se acerca al 10 por ciento.
Si en otro momento el Gobierno se incautó de escuelas y obras sociales misioneras, hoy está deseoso de devolverlas y facilitar la promoción de otras nuevas.
Escribo estas notas congratulándome de que diversos grupos asturianos continúen los gestos de comunión con solidarios proyectos para el desarrollo y apuntando en nuestra sencilla memoria histórica los nombres misioneros de Alejandro, José Manuel, Luis, Jorge, Ramón, Mateo. Pedro y Antonio y una comunidad de una decena de Dominicas de la Anunciata que también fueron enviadas desde Asturias y que allí permanecen en un silencioso servicio de promoción de la mujer.
Gabino Díaz Merchán, como testigo y responsable último de toda esta historia, después de su visita a Benín escribió: «Al contacto con estos pueblos todo lo nuestro se relativiza y tenemos la sensación de que con lo que llamamos progreso estamos alterando gravemente el sentido humano de nuestras vidas. Los misioneros están en Benín en nuestro nombre y cumplen el deber de nuestra comunidad».
Esta historia es un continuo y comenzó en Galilea. Me alegra que no se interrumpa.
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