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Y rompió el anonimato

3 de Enero del 2012 - Cosme Ruiz Pérez (Gijón)

Ya, desde entonces, existe el tiempo de esperanza. Es decir, según el hablar de nuestras categorías humanas sería como si Dios, en un momento de la Historia y dando unas fuertes palmadas, como para despertarnos, hubiese dicho: «¡Eh, espabilad...!, ¡que existo...!, ¡que estoy aquí, en medio de vosotros!, ¡buscad en la vida verdad y belleza...!».

Por supuesto que a Dios, durante todas las épocas, se le ha expulsado de la casa de los hombres («... y los suyos no le recibieron», dice Juan). Hoy Dios es vergonzante. Apenas existen sus símbolos y adornos. En el fondo es misterio y consecuencia de la libertad humana. Libertad que, aun siendo Dios sabedor de las barbaridades históricas que, con su mal uso, se iban a perpetrar no dudó en concederla porque... ¡no hay duda!, sabía también que el bien sobreabundaría mucho más, como dice S. Pablo.

Existen pruebas de todo tipo, físicas, intelectuales, de amor, entrega y sacrificio que atestiguan, para aquel que lo quiera ver, la existencia de Dios y... el que no, ni aunque le resucite un muerto. Su cercanía con lo creado, sobre todo con el hombre y la mujer, «criaturas fotocopia» de lo que es su expresión humana y viva a través de muchos de los gestos y personas de nuestro mundo. Desde siempre y más ahora con la gran difusión de los medios en los que, precisamente por el vacío de Dios, apenas se cuenta con la buena noticia, no las de eco social y «buenismo», sino aquella que cursa en pro del sacrificio personal o grupal que busca el bien a alguien. Y sabemos que son muchas, diariamente, desde las que se producen a escala familiar hasta las que, en aras de la libertad, sobre todo religiosa, llegan al sacrificio de la propia vida y que los grandes medios y el interés comercial e ideológico de estos y sus empresas ocultan.

Para los cristianos y para toda persona de buena voluntad, aunque no sea creyente, se acaba el Adviento, tiempo de espera, tiempo de esperanza y se abriría la sencilla y a la vez profunda Navidad. Aquella que en nada se parece a la de hoy y que, muchas personas, cuando niños, hemos vivido en el seno de familias sencillas y con los grandes problemas de la posguerra. Sencillez que no necesita tener muchas cosas para ser feliz. Sencillez que descubre el poder misterioso de la palabra gratuidad, cercanía y encuentro humano. Sencillez que cree en tu valía y dignidad y no en lo que tienes o tu posición social. Sencillez que es solidaridad de todo tipo, también económica con los injustamente tratados en la vida, movilizarse y no estar a gusto si vives mejor que ellos.

Es la invitación de aquel que rompe su anonimato para «incomodar» con su cierzo mis egoísmos e «instalarme» en la brisa de su buena noticia, según I. Elizalde:

«Vendrá como el cierzo, doblando las ramas del árbol soberbio. Vendrá como brisa, meciendo las mieses del campo repleto. Vendrá como justicia, blandiendo la espada que vence al infierno. Vendrá generoso, colmando de bienes al pobre y al enfermo. Vendrá como el rayo, rasgando la nube que oculta el misterio. Vendrá pregonando la buena noticia que anuncia su reino».

Cosme Ruiz Pérez, Gijón

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