El qué dirán

17 de Enero del 2012 - Justo Roldán Vidal (Lugones)

Si alguna preocupación tenemos los hombres en la sociedad es por causa, en la mayoría de las veces, de nuestra soberbia y falta de humildad, debido a una enfermiza obsesión por «el qué dirán los demás». En eso no nos parecemos en nada a los niños, que son de por sí espontáneos y dicen lo que piensan con el corazón. Sin miedo al qué dirán aunque pidan la luna. Con la humildad que les otorga su condición de niño, y la razón que los acompaña, pues a ellos nada les importan los demás.

Cuánto debiéramos aprender los adultos, de esa naturalidad que tiene la infancia. Los mayores creemos saber de todo, saberlo todo, y en realidad no sabemos de nada. Nos quedamos casi siempre en la contemplación de la superficialidad de las cosas, y de su sola apariencia externa. Creemos que podemos dominarlo todo, decidir por todo, y ser el principio y el fin de todo. Es decir, un endiosamiento por medio del cual pretendemos justificarlo todo y dominarlo de igual manera.

Ningún adulto tiende a comportarse como un niño. Eso sí: trata de entenderlo, de ponerse en su mundo. Pero no lo imita, máxime en esa faceta tan infantil que tienen los niños de vivir el día a día, con total abandono y despreocupación. Sin que les importe el mañana. Ellos viven el hoy y el ahora. Los mayores, no. Nos preocupamos en exceso del futuro, del qué dirán, y porque pensamos con habitual soberbia, que todo está en nuestras manos. O depende de ellas. En eso los niños nos ganan, pues se lo dejan a sus padres, que saben que son su apoyo, su protección y su amparo.

Los mayores tendemos a ser autosuficientes y creemos no necesitar de ningún padre, como lo cree el niño. ¡Pero no es verdad! Cuanto más mayores nos hacemos, más es la necesidad de amparo, de ayuda y de comprensión. Volvemos de alguna manera a ser niños, pero con mentalidad adulta. De ahí nuestra falta de humildad y nuestra preocupación por el qué dirán, sobre todo, tras una vida de espaldas a la fe. Basada muchas veces en la negación de Dios. Y en sentar a éste, en el banquillo, al considerarlo autor de todo lo malo, y que nos impide ahora reconocer, por falsos prejuicios, lo equivocados que estábamos. Y aunque reconozcamos que existe una realidad interior en las cosas y en los hechos, fuera de la mano endiosada del hombre, siempre el qué dirán, nos impide expresarlo y hasta aceptarlo por falsos respetos humanos.

Recordar el nacimiento de un Niño (no cualquier niño) que ha traído en jaque a la Humanidad entera tras veintiún siglos y aún está en el candelero, no estaría de más si somos capaces de olvidarnos por unos días de dimes y diretes y, con humildad y sin aspavientos, nos acercamos a contemplar un nacimiento; volver la vista atrás y adentrarnos con valentía en el mundo de ese Niño y de el de todos los niños. Volvernos, aunque sólo sea por estas fechas, como ellos. Y seguro que muchos encontraremos a un padre que vela, cuida y nos conduce, como de niños lo han hecho nuestros padres biológicos. Así al menos, durante estas fechas, viviremos en un apacible abandono de problemas, porque además de que muchos no está en nuestras manos el resolverlos, menos lo está en el hombre todopoderoso que esta sociedad piensa haber creado. Pues la mayoría de ellos sólo se resuelve de tejas hacia arriba.

Feliz Navidad a todos los hombres de buena voluntad, que son muchos, y actuemos durante estos días con la osadía y el atrevimiento con que lo hacen los niños, por ellos y para ellos.

Justo Roldán

Lugones

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