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¿Y si prescindimos del Senado?

5 de Enero del 2012 - José Antonio Gutiérrez González (Piedras Blancas)

Aunque haya coincidido en martes y 13, se ha constituido el nuevo Senado: 208 senadores elegidos en las urnas más 58 designados por los parlamentos regionales. Total, 266 nuevos representantes en la Cámara alta. Una institución irrelevante y prescindible que, si no existiera, no pasaría absolutamente nada, el sistema político seguiría funcionando, lo que demuestra su manifiesta nonada. El Senado no cumple la función de Cámara de representación territorial que le asigna la Constitución, su papel como instancia de segunda lectura legislativa es muy menor y la función de control al Gobierno que ejerce es casi secundaria.

Ningún ciudadano de a pie la echaría de menos. Y muy pocos serían capaces de decir qué hace, o para qué sirve. Nada que ver con el Bundesrat alemán o el Senado estadounidense.

Años atrás, socialistas y populares ya han abogado por la reforma del Senado, pero no se han puesto de acuerdo. Lo cierto es que su voluntad política para acometerla ha sido y sigue siendo nula. La Cámara alta se ha convertido en un cementerio de elefantes y un medio de vida para políticos descolocados a los que se les garantiza un sustancioso sueldo y algunos «kits». El kit de senador se compone de: ordenador portátil, teléfono de ultimísima generación, tableta digital, tarjeta o bono para hartarse de coger taxis gratis sin justificar para qué, autorización para no pagar ni un euro en trenes y aviones, conexión ADSL particular, más otros cuantos «pluses» aparte. Y eso, cuando ya toda España se pregunta, ¿para qué sirve el Senado?

En estas últimas elecciones generales más de 2,3 millones de ciudadanos, mediante sufragios en blanco y nulos o votando únicamente para el Congreso, expresaron su protesta contra el Senado de forma inequívoca. Incluso una candidatura bautizada como «Escaños en blanco» ha obtenido unos resultados nada despreciables.

Se ha llegado, pues, a un punto en el que hablar de la reforma de la Cámara alta parece una inaguantable tomadura de pelo al contribuyente. La alternativa ahora es entre su reinvención como un instrumento útil o su cierre definitivo. Gastar casi 60 millones de euros anuales en una institución que aporta bastante poco al ciudadano es un desatino, sobre todo en el contexto de crisis y recortes en que actualmente vive nuestra sociedad.

Desde el descaro cabría decir que nadie se acordaría del Senado si lo derribaran las ventoleras de austeridad hoy dominantes. Sí, efectivamente, ha habido candidatos que han hecho campañas animosas en sus circunscripciones, pero su papel no pasa de ser como teloneros de quienes encabezan las listas al Congreso.

La reforma al Senado, que obligaría a retocar la Carta Magna, ha sido una de las promesas más incumplidas de algunos programas electorales. Ya la llevaron Aznar en 1996 y Zapatero en 2004. Algún tímido borrador sí llegó a avanzar hacia el consenso entre los dos partidos mayoritarios, pero nunca encontraron el momento adecuado para ponerlo en marcha, quizá porque su propia insignificancia institucional desaconsejaba abrir el melón de la reforma, de la Constitución y, por otra parte, tampoco los partidos nacionalistas nunca han visto con buenos ojos un Senado con imagen federalista que ellos reconocen como «café para todos».

El hundimiento de nuestras finanzas públicas puede ser una oportunidad para abordar de una vez la racionalización de las distintas administraciones, siempre que se trate con verdadero calado y rigor y no como un simple ejercicio de tijera. Y, pensándolo con detenimiento, ¿qué sede parlamentaria hay más idónea que el Senado para acoger este debate acerca de nuestro modelo territorial?

Que más de un millón de personas hayan votado a un partido para el Congreso y que a la vez hayan votado en blanco para el Senado tendría que ser motivo de reflexión. Con ello se quiere manifestar la disconformidad con esta Cámara obsoleta, inútil, dispendiosa y, en algunos países europeos, inexistente.

José Antonio Gutiérrez González, Piedras Blancas

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