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Carta a los Reyes Magos

5 de Enero del 2012 - Carmen de la Campa

Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar:

Ahora que os he visto un poquito más de cerca, quería contaros algo que no suelo decir a nadie, y lo voy a escribir para que no se me olvide.

En la España de comienzos de los sesenta, a los niños que creíamos en los Reyes Magos de Oriente el animal que más nos impresionaba era el elefante. De los pavorosos colmillos, fuerza descomunal y memoria prodigiosa que caracterizaban al «Elephas maximus», daba cumplida noticia la enciclopedia Monitor de la Editorial Salvat. Y de su existencia verdadera no cabía duda al verlos llegar con el circo. Sobresalían por detrás de los carromatos, acarreaban pilares para montar la carpa y luego se zampaban un piño entero de plátanos como si fuera una bolsa de pipas. Cuanto más se los miraba, más fantásticos parecían, más creíble resultaba su parentesco con el mamut recién descubierto bajo los hielos siberianos que apareció un día en las páginas del «ABC».

De manera semejante, cada civilización ha escogido para su bestiario simbólico un animal particular. La calificación de rex animalorum –concepto desconocido para griegos y romanos–, responde a una tradición indo-persa que penetró en Occidente a finales del Bajo Imperio. El elefante era un animal de las tradiciones escritas, desde los legendarios de Aníbal al descrito en la «Historia Natural» de Plinio, quien lo tenía por «el mayor de los animales terrestres y el más parecido al hombre por sus sentimientos». Pero los pueblos de Europa occidental no tuvieron muchas oportunidades de ver paquidermos. Refieren las crónicas que, en el año 805, el califa de Bagdad Harún-al-Raschid el Generoso, envió a Carlomagno un elefante de regalo que cautivó la imaginación de los francos durante muchos años y su recuerdo perduró en los bestiarios medievales, incorporando al saber zoológico una especie no observada hasta entonces en esa esquina del mundo. Vestigio excepcional de esa transmisión son las pinturas románicas de la iglesia soriana de San Baudilio de Berlanga –en parte hoy en el Museo del Prado–, sobre una de cuyas paredes aparece representado un elefante llevando a cuestas una ciudad, estampa rastreable en los manuscritos iluminados de sucesivos copistas que acabaron confundiendo el palanquín y sus ocupantes con una fortaleza almenada. Estos regalos de fieras exóticas, que los príncipes orientales enviaban a los monarcas cristianos para sellar alianzas, están documentados con detalle y así consta que el sultán Muzarat II de Gujarat, en la India, envió en 1515 al rey Juan III de Portugal un rinoceronte, que arribó vivo a Venecia y allí lo inmortalizó Durero en una estampa célebre. Ese mismo rey fue quien a su vez ofreciera a su primo Maximiliano de Austria un elefante indio, cuyo traslado de Goa a Viena narra magistralmente José Saramago en uno de sus últimos libros.

El rey de los animales de la infancia del escritor portugués y de tantísimos niños más era el elefante de los Reyes Magos, el que venía del otro extremo del mundo, las remotas y misteriosas tierras más allá del Indo, la región oriental del globo terrestre ocupada por la jungla tropical, apoteosis vegetal donde aún se manifiesta el dios Ganesh, a lo largo del corredor interminable, húmedo y espeso, que desde los pies del Himalaya llega hasta Ceilán. El pellejo ensangrentado del numen, una presencia anterior a las religiones formalizadas, transmuta en manto taumatúrgico sobre los hombros de Shiva, espíritu de la destrucción, quien así ungido ejecuta su danza de victoria. El animal que come dos quintales de hierba al día y tiene seis denticiones, tan poderoso que no teme ni al tigre, mensajero de las lluvias, símbolo de la realeza, emblema de la autoridad, trono procesional, es también objeto de los tratados de caza y domesticación más antiguos que se conocen, un subgénero en sánscrito denominado «gajashastra», o ciencia de los elefantes, de los que se conservan varios libros depositados en monasterios. El elefante es la figura originaria de la pieza en la casilla de ajedrez que luego ocupará la torre en los tableros toledanos, la máxima expresión de fortaleza militar en la Europa medieval.

Mas, para disgusto mío, no salió elefante alguno en las cabalgatas que tuve ocasión de presenciar. El desfile lo abría el príncipe Aliatar a caballo, heraldo de los Reyes Magos, que al principio había sido una figura de cartón piedra, a tamaño natural, colocada a la puerta de los Almacenes Simeón de la calle Fruela, con un cofrecito en las manos a manera de buzón donde introducir las cartas, y luego ya fue un ser humano de turbante y babuchas, apoltronado, entre cojines de terciopelo con borlas de oro, en una silla dispuesta en el interior de los Almacenes Botas de la calle Uría, con una saca a los pies para guardar las cartas y un fotógrafo avizor detrás, dispuesto a documentar, frente a los incrédulos, el momento culminante: la entrega del sobre por parte de los niños que hacían cola respetuosamente a la puerta de la tienda. Detrás de Aliatar venían las filas de pajes y luego los Magos, allá arriba en lo más alto de la carroza, las coronas doradas brillando a la luz de las farolas, en medio de un silencio de niños boquiabiertos y tiesos de frío que no perdíamos detalle de su atuendo, el Negro con pendientes y collares, ropajes fastuosos de otra época, de otro mundo mejor que se volvía posible durante escasas horas, tan resplandecientes ellos como las mismas estrellas en el cielo nocturno de Jaipur, allí donde tenían el observatorio astronómico construido por los persas, inventores del reloj de sol según el Monitor, desde el que habían avistado el astro que anunciaba el Futuro, un cometa radiante que portaba consigo el Tiempo de Occidente, fenómeno asombroso que contemplaron con el mismo estupor que siglos después invadiría a Julio Cortázar, cuando en ese mismo mirador de signos tan visibles y persistentes como el vuelo de los pájaros vislumbró un agujero en el Tiempo, el alfabeto sideral inscrito en la cinta de Moebius, que lo indujo de vuelta a escribir un libro, muy ajeno a sus obsesiones habituales, que tituló, precisamente, «Prosa del Observatorio».

Tras el encanto de Oriente cerraban el desfile una furgoneta llena de sacos de carbón y la banda de música municipal. En aquellos años sesenta, tan lejos del París de Cortázar, las cabalgatas se generalizaban en los núcleos urbanos y en la de Madrid, según decía el «ABC», habían salido camellos, pues el productor de cine norteamericano Samuel Bronston había cedido los dromedarios utilizados para el rodaje en Almería de la película «Lawrence de Arabia». Hasta entonces el espectáculo era una costumbre local levantina ideada por los fabricantes de juguetes y calzado a finales de siglo, cuando estas manufacturas sustituyeron a los cultivos de la vid, genial ocurrencia publicitaria en aquella España de tantos niños pobres, renegridos y semidescalzos, tan cercanos en su aspecto y su abstinencia de carne a los niños de Jaipur.

Un desfile parecido ya se les había ocurrido a los magnates venecianos, que organizaban una comitiva triunfal, representada en muchos cuadros del Renacimiento, para exhibir la riqueza de sus conexiones comerciales. De la bodega de sus naves salían monos, pavos reales y otras especies camino de los parques regios del norte de Europa. Sicilia fue otro punto de distribución de animales exóticos, la Casa de Fieras de los Borbones napolitanos, en el serrallo de San Felipe, era la envidia de las cortes europeas. En 1742 el rey Carlos recibió una embajada de la Sublime Puerta, con un elefante de regalo, y el desfile de Hafiz Husein Efendi y su séquito dejó tan pasmados a los vecinos que aquella parafernalia se incorporó para siempre al belén napolitano, de manera que cuando Carlos III llegó a Madrid, encargó un belén para el Príncipe, elefante incluido, figurita que ya no faltará en el ajuar de la aristocracia española. Para muestra, el del belén que perteneciese a la duquesa de Parcent, hoy en el Museo de Escultura de Valladolid. El elefante y su palanquín se quedaron en el cortejo canónico de los Reyes Magos, para desplazarse indefinidamente por el tablero de los nacimientos de los palacios dieciochescos siguiendo a una estrella colgada de un cordel, de muy distinta naturaleza de la que observaba el sabio astrónomo Kepler, a años luz de distancia de los atributos del poder, cuando acertó a introducir el cielo en su cabeza para mejor fechar, allá por el año 4 a.c. la presencia del cometa «Halley» iluminando la noche de Mesopotamia en su carrera fulgurante del Índico al Atlántico.

Estas cosas se me han ido arremolinando con los años en la cabeza, merced a lecturas diversas y observaciones al paso, que ahora, cuando voy y vengo por los aires en alfombra voladora, si de algo valen es para hacer un juicio más ajustado de mi propia ignorancia, ahora que, en efecto, veo tan claramente la presencia imponente de los elefantes en la India, ya porque destrozan sembrados frente a la mirada furiosa de los campesinos, ya paseando en manada por los parques nacionales, ya, en fin, acogido y venerado por los fieles en los incontables templos que salpican el país. Hace un año el Parlamento indio lo declaró especie protegida, en razón de los indicios varios que lo encaminarían, más pronto que tarde, a la nefanda categoría de especie en vías de extinción. Esta decisión contribuye a reforzar más aún su importancia en el imaginario simbólico cultural hindú, tal como lo atestigua su figura en gastados y antiquísimos relieves y en el logotipo de la cabecera de varios periódicos, en los portones forjados de los edificios oficiales y en los mosaicos de arroz que decoran los hoteles lujosos, el mismo que llevan colgado muchos taxistas en la trasera del vehículo, aquel que surge, por cada esquina, en un altarcito junto al que la gente deposita flores, enciende una velita y murmulla una jaculatoria, porque sólo él remueve los obstáculos y otorga prosperidad, el dios que se alza hegemónico en el panteón popular y no es otro que el ídolo vaciado en plata, a tamaño natural y sesenta kilos de peso, expuesto a la venta en una galería comercial de Delhi y para cuya inauguración una bailarina ejecutó una danza tradicional a modo de plegaria. Dinero puro, contante y sonante, el dios ante quien de veras se inmola el mundo entero.

Visto de cerca, el elefante continúa impresionando por sus dimensiones, larga vida y suave andar, cualidades idóneas para sus inclusión en la caravana de los Magos, porque únicamente un animal de tal fuerza podría cargar sobre sus lomos durante tanto siglos la otra mitad del mundo, Oriente, ese término constitutivo de la antítesis primigenia de la dialéctica fundacional de nuestro propio mundo, ya desde los tiempos de Alejandro, y sin el cual todavía no es posible comprenderlo, una palabra tan rica en acepciones y sugerencias que casi necesitaría un tratado de lexicografía para ella sola, un emporio de exquisiteces inimaginables en la España de los años sesenta, de las que los niños teníamos noticia en fabulosas narraciones por historias.

De los prodigios inagotables de Oriente tendría luego ocasión de de barruntar, pues al coincidir mi juventud con los últimos espasmos de aquella peregrinación que saliese, cerrando el ciclo, al encuentro de los Magos y su sabiduría esotérica, con idéntico anhelo al de quienes otrora hubieron salido en busca del Preste Juan, en un itinerario reverencial por las estaciones de Benarés, Ujain y Nepal, viaje iniciático en pos de la iluminación, la quietud y la liberación de la anomia social, aún alcancé a ver cómo empezaron a aparecer por la plaza del Fontán gentes en chancleta y oliendo a pachulí, que vendían pulseritas de hilos y leían horóscopos caligrafiados mientras fumaban canutos en torno al puesto donde un casete emitía sonidos quejumbrosos de sitar. En su hablar entrecortado y vacilante, entonaban un rosario de vaguedades que a la vez confundían y consolaban del desvanecimiento de sus propias ilusiones, espejos rotos en los que muy pocos querían mirarse, a cada uno según sus supersticiones, el eterno retorno, en resumidas cuentas, de las religiones, la gran y definitiva contribución de Oriente a la historia de Occidente. Muestra señera de aquella ensoñación es el libro de Sánchez Dragó «Historia Mágica de España», en el que predicaba en estilo frenético la vieja buena nueva del irracionalismo, revelación que le había sido concedida, según declaración textual, tras bañarse en el Ganges.

Y es que el mundo, de tan redondo, se ha vuelto plano, cual si fuera un conjunto de fractales desplegándose hasta el infinito, poblado de dioses de nuevo interminables y asequibles. El último que se ha manifestado es el dinosaurio, objeto de especial veneración infantil, un ser terrorífico y pretérito, ubicuo y todopoderoso, rey de los animales de la jungla de asfalto, ser virtual que ha llegado por las ondas y al que no obstante se busca sin cesar en las entrañas de la tierra. Casi todas las regiones disponen de yacimiento arqueológico, centro de interpretación y, con bastante probabilidad, de una subespecie local específica con cuya estampa adornar las mochilas de los colegiales.

El caso, oh Excelencias, es que una lleva muchos caminos a la espalda y pese a todo continúa escribiéndoos la lista de deseos, eso sí, que no se me acaben, el que hoy os pido es que vengáis con un elefante a la cabalgata de Oviedo. Si al alcalde de Madrid, faraónico y posmoderno, le habéis traído personajes de la «Guerra de las Galaxias», qué menos que un elefante de verdad, con colmillos, engualdrapado en seda y oro, desfilando por nuestras calles llenas de bazares, por una ciudad que se precia de antigua, ilustrada e imperial –como Delhi–, porque junto a las biblias y apocalipsis de sus fatigadas y egregias bibliotecas ha de haber algún bestiario con el elefante carolingio. Oh Excelencias, qué magnífico regalo, qué maravillosa sorpresa, qué prometedor augurio sería para todos nosotros. Siempre os he tenido mucha fe, la única que me queda, por eso lo escribo aquí, para que no se me olvide.

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