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Rosa Esbert Alemany o la pasión por la Catedral

18 de Marzo del 2012 - Agustín Hevia Ballina

Siempre que se separa de nosotros un amigo o un ser querido o muy apreciado, nos ocurre como si nos encontráramos con un profundo vacío que nos es imposible rellenar. Los paisajes habituales en que lo contemplábamos se nos aparecen como desfigurados, al vernos privados de quien quisiéramos seguir contemplando en el paisaje familiar y entrañablemente querido. Tal parece ocurrirnos con doña Rosa María Esbert, catedrática de Petrología y Geoquímica de la Universidad de Oviedo, que no hace mucho nos dejó huérfanos de su presencia, de su ilusión por la vida, de una referencia inevitable a las tareas de la restauración pétrea en nuestra Catedral, a cuyo paisaje artístico permanecerá perennemente vinculada.

Junto con su docencia y su dedicación investigadora, fue la tarea en que más me acostumbré a contemplarla, entregada de un modo entrañable a los estudios que contribuyeran a salvar las piedras del Claustro o de la Torre Catedralicios. A ella le gustaba estudiar las piedras a pie de obra, desde los andamios, para tomarles bien el pulso, cual si se tratara de un enfermo, merecedor de los más cariñosos y exquisitos cuidados, con el fin de completar después sus observaciones en el laboratorio, estableciendo las diferencias de comportamiento entre las piedras de las canteras de Laspra, las de Piedramuelle o las de Tiñana, porque en cada una de ellas encontraba diferencias de reacciones y formas de comportarse ante los agentes climáticos, que exigían diagnósticos y cuidados bien diferenciados.

Conocí a doña Rosa Esbert cuando preparaba su investigación sobre las piedras de la Catedral, que se concretó en casi primicia de los trabajos de este tipo, cuando fue publicado por el Colegio de Aparejadores y Arquitectos Técnicos en 1983. Me lo obsequió don Enrique Rodríguez Balbín, presidente entonces del mentado colegio, cuando preparábamos la edición del «Tratado sobre las diversas fábricas arquitectónicas», que el autor latino Marco Cetio Faventino había escrito en prosecución de las huellas de Vitruvio y que había interesado a doña Rosa, sobre todo, en las apreciaciones sobre la piedra cementicia, los pavimentos o los suelos, o la fabricación de las bóvedas o las protecciones de los enlucidos y en lo referido a la obtención mineral de los colores, aspectos muy prácticamente resueltos por el autor romano.

Por mi parte, me hallaba lleno de curiosidad sobre las secuencias de su trabajo, partiendo de la belleza de lo natural y de la piedra, que era como partir de los elementos de la creación primordial, para, desde las canteras, después pasar a la belleza artística, a través de las manos del artista o del picapedrero y así venir a acabar en las fábricas del arte edificatorio. Pude leer entonces con fruición «Las piedras de la Catedral y su deterioración» y agradecí muy cordialmente a mi amigo Rodríguez Balbín la oportunidad de haberme acercado a libro tan enjundioso, a la vez que, para mí, de tanta novedad.

Después de la Catedral, en su condición de especialista en petrología, aparecería su huella en otros monumentos asturianos: monasterio de San Pelayo, fachada de San Isidoro, palacios de San Feliz y de la Rúa, para proyectarse más tarde fuera de la tierra asturiana en las catedrales de Burgos, de León, de Palma de Mallorca, de Sevilla y de Toledo, así como en los monasterios de Ripoll y de El Escorial, con su actuación también en la restauración de la Biblioteca Nacional y del Museo Arqueológico Nacional, cultivando, en fin, excelentes relaciones con el Istituto di Restauro italiano.

Antetítulo: In memóriam

Subtítulo: Una catedrática que constituía un aval para arquitectos y restauradores

Destacado: Para sus numerosos discípulos, hoy muchos de ellos compañeros de docencia en sus cátedras, ejerció una especie de sublime magisterio, de místico paradigma, creando escuela y marcando en sus mentes las huellas de sus investigaciones

El prestigio de doña Rosa Esbert constituía un aval y una garantía para arquitectos, aparejadores y restauradores, que todos se enriquecerían de los conocimientos petrológicos de la casi omnisciente profesora, en cuanto a las piedras de las fábricas catedralicias pudiera referirse.

En ellas la piedra era la raíz de la belleza, que el hombre transformaba en su taller colaborando en la obra de Dios, quien dotó a la naturaleza con los materiales, la piedra sobre todo, que permitían al hombre copiar las bellezas que dejaba expresadas en las obras de la arquitectura y la escultura, a cuya salvación y perennidad era dado colaborar en la mayor medida desde los estudios de Petrología. Algunas veces, en mis ocasionales tratos con ella, emergía el tema religioso, en que se mostraba como convencida creyente, desde sus esencialidades cristianas. Contribuyendo a sanar las piedras enfermas de su Catedral, pienso que ella sentía vibrar en sí una genuina fibra de creyente cristiana, siempre a la búsqueda de la pervivencia de la belleza a través de la restauración del arte sacro, a cuya salvación y restauración se sentía feliz de colaborar, favoreciendo así que las bellezas y estéticas del arte continuaran siendo como una virtual y perenne proclama de la alabanza divina.

Para sus numerosos discípulos, hoy muchos de ellos compañeros de docencia en sus cátedras, ejerció una especie de sublime magisterio, de místico paradigma, creando escuela y marcando en sus mentes las huellas de sus investigaciones, impregnando en ellos orientaciones de su actuar que en ella eran vitales, rezumando siempre rigor científico, constancia laboriosa, seriedad abnegada en el trabajo, exigencia comprometida, ilusión y entrega a la tarea emprendida y desarrollada con tesón, aspectos que pudieran conducir a la salvación del arte en sus piedras más venerables.

Ahora, doña Rosa María ha dado el gigantesco salto de lo temporal a lo eterno, ha pasado de lo perecedero y efímero, aun cuando esté dotado de la dureza de las piedras, a lo ya imperecedero, ha devenido piedra viva ya ella también del edificio místico e indestructible del cuerpo de Cristo, que es el templo viviente de la Jerusalén celeste.

Ha dejado ya este mundo de sapiencias a medias para ser llevada al del saber absoluto, donde la luz beatífica sustituye a la ciencia, donde los aparatos y las mediciones y las observaciones del acá se hallan sustituidos por la luz inextinguible del allá, porque ya se halla en la esfera donde no existen las oscuridades en que nos movemos aquí abajo, «sino que toda dádiva y todo don perfecto vienen del Padre de las luces, en quien no hay mutación ni fases ni períodos de sombra», según expresa la Carta de Santiago (1,17).

El Señor la reciba en su gloria eterna.

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