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«The Artist», una luz

13 de Enero del 2012 - José María Izquierdo Ruiz

La película muda y en blanco y negro (2011) «The Artist», hoy en Oviedo, ha sido elogiada por la crítica: «... una reafirmación del poder narrativo y emocional del lenguaje cinematográfico más allá de las palabras». «... todo fluye con inteligencia, gracia y sentimientos; es una joya». «... un alarde de talento, expresión, emoción y gracia».

Además de su excelencia, el filme tiene el raro mérito de carecer de mácula que lo empañe. ¡Arte en estado puro! ¿Podrá decirse un día que «The Artist» fue la mejor película de su tiempo como se dijo de «El acorazado Potemkin»?

Un guión lineal relata la peripecia de un ídolo del cine mudo que se arruina moral y económicamente cuando llega el sonoro, mientras que una corista, a quien él abrió paso, se hace rica y famosa.

El mérito del filme es de todo el elenco, cuyo frontis son director, guionista, cámara y actores: Bérénice Bejo (Peppy Miller), Jean Dujardin (George Valentín), director, chófer, perrín y demás. Pero más allá de la perfección del conjunto brillan con luz propia dos de sus elementos.

La expresividad –facial y corporal– de los actores, encabezados por la novicia Peppy, es el elemento determinante de la belleza y sensibilidad del filme. En el cine sonoro la expresión queda solapada por la voz. En «The Artist» la fina y matizada expresión de los rostros despierta, per se, las emociones; el espectador capta el refinamiento de la expresión, a la que su sensibilidad aporta el matiz de su emoción. En el cine sonoro de hoy te mandan lo que tienes que sentir.

Otro ingrediente señero, aunado a la expresión, son las escenas, tristes, alegres o agridulces. Y así la alegría del baile de la primera película de George y Peppy, o la escena del tocador en la que él coloca un lunar en la mejilla de Peppy mientras le dice «si se quiere triunfar hay que distinguirse», más el beso anunciado que sólo el perrito verá. Y las lágrimas de Peppy al presenciar el fracaso del filme de George como productor y actor, o sus dos deditos enguantados pujando en la subasta de los últimos bienes de George, con el subtítulo: «Enhorabuena, lo ha vendido todo; no le queda nada».

Pero no sólo emocionan las escenas de humor o tristeza, a lo Chaplín, sino también las épicas, a lo Einsenstein; como cuando un George desesperado quema todos sus celuloides y está a punto de perecer en el incendio, aferrado al único rollo que compartió con Peppy, y luego la escena de una milagrosa dualidad expresiva de Peppy en un mismo plano, alegre por verlo vivo, y triste por lo que él debió de sufrir.

Al fin Peppy introduce a George en el cine sonoro, jugándosela con el director: «Él y yo, o ninguno».

La excelente música del filme está perfectamente integrada en las escenas y, a pesar de ser el único elemento sonoro, la fuerza de las imágenes la atenúa. Sólo al final de «El Lunar», el primer gran éxito de Peppy en el cine sonoro, la inmortal melodía de Irving Berlin, «Peniques caídos del cielo», suena con fuerza y se hace notar.

La película acaba con el ensayo de «Chispa de amor», bailes de la pareja Peppy y George, en la que el claqué es el único elemento sonoro que éste se atreve a aportar. El director sonríe complacido, la cámara se va alejando y el amor sobrevuela. «Salimos del cine con una sonrisa duradera y el alma gozosa», concluye el crítico.

Es verdad, pero bajo el componente gozoso y estimulante de esta excepcional película subyace –por contraste– una crítica a los «valores» predominantes en gran parte del cine de hoy: vulgaridad, estruendo, tiros, violencia, procacidad, imágenes espeluznantes que saltan a la sala, banalidad, mal gusto y ausencia de sensibilidad.

¡Señor director! ¡Monsieur Hazanavicius! Por favor, háganos Vd. una película como ésta al menos una vez al año, o antes, si hay peligro de que nos sorban el seso, o de que nos salgan callos en el corazón.

José María Izquierdo Ruiz

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