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Sanz-Briz, el holocausto y la corrección política

31 de Enero del 2012 - Antonio Quintana (Llanes)

El pasado viernes 23 de diciembre de 2011, TVE emitió en su segundo canal un interesante documental sobre la figura de Ángel Sanz-Briz, diplomático español que, como es sabido, salvó las vidas de miles de judíos húngaros durante la II Guerra Mundial. Se trataba de un reportaje de gran calidad, bien documentado, fiel al hecho histórico concreto y poco tendencioso, algo muy de agradecer en los tiempos que corren, caracterizados por el continuo falseamiento de la Historia en aras de eso que se ha dado en llamar la «corrección política».

Mas, a pesar de todo, la sombra de lo «políticamente correcto» planeó sobre cierto punto de la historia real de Sanz-Briz, convenientemente obviado para, imagino, no herir sensibilidades «democráticas» y ajustarse mejor a la historiografía «seria». No contar toda la verdad equivale a mentir en parte, razón por la que, tras mucho meditarlo, me he decidido a escribir estas líneas, con la intención de clarificar ese punto que mencionaba antes, siquiera sea para ofrecer a los lectores una visión más completa de aquellos acontecimientos.

En el reportaje se menciona varias veces que, con su labor en defensa de los judíos, «Sanz-Briz se jugaba su carrera y su vida», pero conviene matizar tal afirmación. Es cierto que arriesgó su vida, pero lo de que se jugara su carrera no está tan claro. Si bien Sanz-Briz no contó con el respaldo «oficial» del Gobierno franquista –al menos en los primeros momentos–, la verdad es que éste tampoco obstaculizó sus maniobras en favor de los perseguidos. En general, la Cancillería española se mostró indiferente ante sus manejos, lo que podría interpretarse como una especie de colaboración pasiva, un «dejar hacer» que el encargado de negocios de la Embajada de España en Budapest supo aprovechar de forma adecuada. Ha de recordarse, también, que a pesar de todas las tergiversaciones históricas al respecto, y de que en el documental se califique al régimen franquista de «filonazi», los contactos entre Hitler y Franco nunca fueron ni tan fluidos ni tan amistosos como pretenden dar a entender ciertos historiadores poco escrupulosos. El franquismo siempre sintonizó mejor con la Italia de Mussolini que con el Tercer Reich. La única facción de la España Nacional que simpatizaba abiertamente con la Alemania nazi era la Falange. En realidad, la tónica dominante en las relaciones hispano-germánicas era la mutua desconfianza, avivada por la actitud fría y distante de Franco, que había optado por declarar a España «no beligerante» en el conflicto europeo, ganándose así la animadversión de Hitler y de la mayoría de los dirigentes nazis, que lo consideraban «un general inepto y beato que no durará ni diez años en el poder». Por eso puede afirmarse que la Cancillería española ayudó indirectamente a Sanz-Briz, pues hizo oídos sordos a las continuas quejas que le llegaban de Berlín por este asunto y otros parecidos. Si el régimen franquista hubiese sido tan «filonazi» como se pretende, el diplomático zaragozano habría sido «llamado al orden» por sus superiores o incluso destituido, cosa que nunca ocurrió. De hecho, Ángel Sanz-Briz desarrolló, durante los treinta y cinco años siguientes a la guerra mundial, una brillantísima carrera profesional, con destinos tan importantes como San Francisco, Washington, Lima, Berna, Bayona, Guatemala, La Haya, Bruselas y China. Cuando murió, en 1980, era embajador ante la Santa Sede.

Para comprender mejor la excepcionalidad de los casos de Sanz-Briz y otros colegas suyos del Cuerpo Diplomático Español que ayudaron a los judíos –José Ruiz Santaella en Berlín (Alemania), Juan Palencia en Sofía (Bulgaria), Sebastián Romero Radigales en Atenas (Grecia), José de Rojas Moreno en Bucarest (Rumanía) y Bernardo Rolland de Miota en París (Francia)–, basta compararlos con el de Arístides de Sousa Mendes, cónsul portugués en Burdeos, que se estima que salvó las vidas de unos 10.000 seres humanos. Ignorando las instrucciones de su Gobierno, que le ordenó limitar el flujo de refugiados que podían entrar en Portugal pasando por España, prohibiéndole expresamente ayudar a los judíos, De Sousa Mendes extendió miles de visados de tránsito para la multitud de desesperados que se amontonaban en las oficinas del Consulado portugués. Llegó a firmar tantos que se agotaron los certificados oficiales, por lo que se vio obligado a extenderlos en papel corriente. El Gobierno de Oliveira Salazar, irritado por su desobediencia, lo destituyó fulminantemente ordenándole que regresara de inmediato a Portugal. De Sousa Mendes aprovechó la ocasión para acompañar personalmente a un grupo de judíos a través de la frontera española. A su llegada a Lisboa se le abrió expediente disciplinario, fue expulsado del Ministerio de Asuntos Exteriores y se le despojó de todos sus derechos, incluido el de percibir una pensión del Estado. Este hombre bueno, católico devoto que predicó con el ejemplo, cabeza de familia numerosa (tenía trece hijos), quedó en la pobreza más absoluta y acabó muriendo en la miseria en 1954, descorazonado y olvidado por su país.

Los hechos demuestran, por tanto, que el Gobierno franquista no ejerció ninguna coacción o represalia sobre los diplomáticos españoles que ayudaron a los judíos, así que esa afirmación de que «Sanz-Briz se jugó su carrera» carece de consistencia. En realidad, Franco adoptó una política muy flexible al respecto, autorizando la concesión de visados de tránsito a todo aquel que lo solicitara, con lo que España se convirtió en una de las principales vías de salvación de los judíos europeos. Dada la situación económica del país, las autoridades trataron de disuadirlos de que se quedaran en tierra española. De todas formas, la mayoría de los judíos que entraron en nuestro país lo hizo con la intención de proseguir viaje hacia América partiendo de puertos españoles. No obstante, había muchos que deseaban quedarse, por lo que el Gobierno se vio obligado a habilitar campos de internamiento para ellos. Instalaciones éstas que, obligado es decirlo, eran casi hoteles de lujo comparadas con aquellos otros campos en los que acabaron sus menos afortunados hermanos de raza y fe. A partir de 1943 aumentó el número de refugiados que cruzaban la frontera franco-española, tanto legal como ilegalmente, entre los que había no pocos judíos «camuflados», por así decirlo. En vista de esta situación, el Gobierno español acabó autorizando a esas personas, judíos incluidos, a vivir en las ciudades.

La Cancillería del Reich estaba al tanto de todo. Himmler y otros gerifaltes nazis presionaron a Hitler para que tomara cartas en el asunto, pero el Führer, aconsejado por Albert Speer, que consideraba indispensables los suministros de wolframio y bauxita procedentes de España, decidió hacer la vista gorda.

Es posible que nunca llegue a conocerse la cifra exacta de judíos salvados por España, pero según estimaciones de las autoridades israelíes, fueron entre 18.000 y 20.000, lo que sitúa a nuestro país entre las naciones que más ayuda prestaron a los hijos de Israel y muy por encima de otras, muy «democráticas», «humanitarias» y «desinteresadas» ellas, que apenas «movieron ficha» hasta acabada la guerra.

Antonio Quintana, Llanes

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