Cinco patas para un banco
En la portada de un diario de Madrid, del pasado 9 de enero, se publica una fotografía (de Javier Barbancho), en la que aparecen seis personas del Comité Federal del PSOE. Dice un refrán castellano que «una imagen vale más que mil palabras». Nada más cierto. La foto nos permite realizar algunas reflexiones sobre cinco de los importantes políticos que aparecen en ella.
El cántabro. Con una sonrisa incipiente, apenas esbozada, con una mirada de reojo, torva, típica de un sujeto participante en mil batallas, el único calvo del grupo, calvo de tanto pensar en maldades, hombre de confianza del felipismo y del zapaterismo, aunque ahora intenta olvidar a quien sirvió. Típico producto de los años más oscuros del régimen felipista, a las ordenes del hombre X, aquel que se enteraba por la prensa de los asesinatos del GAL y de la corrupción sin límites y sin freno de sus más cercanos y lejanos colaboradores nombrados por él. El personaje corre como un galgo, los cien metros lisos en 11 segundos, así se explica su galopada política. Tres veces ministro y tres veces diputado cunero, desea ser el próximo general en jefe de la legión obrera, y lo será sin duda, apoyado por la vieja guardia felipista. Nuestro hombre, a quien algunos llaman Rasputín, aunque otros prefieren calificarlo de Talleyrand, conoce como nadie los entresijos de su partido, no en balde ha pertenecido durante casi tres décadas a su nomenklatura. Aunque perdió unas elecciones hace dos meses, está dispuesto a volver a perderlas dentro de cuatro años. «Hay que tener valor ante la adversidad –piensa nuestro hombre–, y los antiguos PNN somos gente peleona e inasequibles al desaliento!».
La catalana. Con una risa profidén y su dedo cantando victoria, augura una derrota segura. Por cierto, la señora se proclama catalana en Cataluña y andaluza en España, según las circunstancias. La experta militar, nombrada por el leonés ministra de la guerra, que no sabía diferenciar los galones de un capitán de los de un coronel, que ignoraba la existencia de las tres guerras Púnicas, y confundía los tipos de armamento de un ejército moderno. Precisamente por ello, por su enorme experiencia en las artes de Marte, el leonés la nombró ministra del ramo, para tocar los cataplines al circunspecto estamento militar. Ahora postulante a dirigir los destinos de un partido autotitulado obrero, perteneció a la pandilla del leonés, formada por jóvenes sin ideología, ni formación, pero derrochando feminismo y frívola imagen. Apenas hace seis meses, cuando la batalla estaba en su apogeo, mostró su cobardía, no ante el enemigo, sino ante un simple adversario, y a pesar de ello no dimitió de su puesto al frente del ejército. Aunque la pobrecita lloró, aunque fuesen lágrimas de cocodrilo. Las malas lenguas dicen que nunca había oído hablar de Cannas, ni leído a Clausewitz ni visitado los campos de Austerlitz. Pero, ¿qué falta le hacía para sentarse en un Consejo de Ministros presidido por el leonés? ¡Triste país!
El asturiano. Con su risa abierta, franca, un poco bobalicona, denota tranquilidad, a pesar de su futuro incierto. No sabemos de qué se ríe, quizá es una risa de circunstancias para la cámara del reportero o quizá de algún chiste de su «compañero» de mesa. Lo cierto es que parece satisfecho y tiene motivos para estarlo. Quién se lo iba a decir a él, aquel rapaz de pueblo a quien no le gustaba estudiar pero sentía el gusanillo de la política. Por ello, ingresó muy joven en las juventudes del partido, y dedicando muchas horas a pegar carteles y sellos, a asistir a cientos de reuniones, y diciendo siempre «sí, bwana» al jefe de turno, fue escalando lentamente, pero sin pausa, puestos en las listas municipales. Pronto se convirtió en concejal, y años después llegó a la Alcaldía. Pensó, satisfecho, sólo tengo estudios secundarios, no he estudiado cinco años en la universidad, no tuve que empollar cien temas para aprobar unas oposiciones, y, sin embargo, tengo un sueldo cojonudo, tengo más poder que cualquiera de esos administrativos de empresa o profesores de Secundaria, que sólo ganan cuatro duros. Aquí estaba él, sin estudios ni oposiciones, y era el jefe de un montón de trabajadores del Ayuntamiento y con un sueldo de pistón. «Ser alcalde son las oposiciones más fáciles del mundo», pensaría nuestro personaje, satisfecho con haber triunfado en la vida sin pegar palo al agua. Luego tuvo la suerte de coincidir con el leonés un verano en una fiesta en los montes asturleoneses y zas surgió el flechazo, un flechazo político se entiende. Desde entonces, siempre aparece en la prensa nacional, cuando el sanedrín se reúne, detrás de Dios padre todopoderoso. Un buen día perdió la Alcaldía y nuestro hombre se vio relegado a jefecillo de la oposición. Dura tarea y sobre todo incómoda después de haber sido el gran jefe. Por ello, decidió que él, de segundón, para nada. Logró convencer a Santa Teresa de Jesús de que lo suyo era ser diputado en la capital del reino. Así, sin preparar el temario, ni hacer oposiciones, lo nombraron diputado a dedo, para trabajar con el dedo se entiende, porque lo que se dice hablar, hablar, muy poco. Pero la vida es un frenesí y, de pronto, se quedó en tierra, es decir, perdió el avión a Madrid, porque su partido sufrió un batacazo en las elecciones de mayo. Ahora, menuda papeleta tiene nuestro personaje, «bueno, tengo dos años de bonanza con un excelente sueldo –piensa nuestro hombre–, en atención a mis denodados trabajos en el hemiciclo, luego… ya veremos, pueden cambiar las tornas, volver al poder, es decir, a seguir chupando del presupuesto o del pesebre, y como último recurso siempre me queda la oficina del Inem». ¡País de charanga y pandereta!
El gallego. Con una mirada postrada, cabizbajo, lejos quedan los días de gloria cuando lucía su nuevo look. Podría decirse que el buen hombre deshoja la margarita de su próximo futuro: «iré o no iré a la cárcel», sin conocer el resultado de tan lúgubres pensamientos. Aquel muchacho salido de un pequeño pueblo lucense, ¿pensaría alguna vez en llegar a ser ministro de España? Posiblemente jamás se le pasaría ni por la imaginación, en todo caso ser alcalde de su pueblo, pues los méritos contraídos durante tantos años de pegar carteles y sellos, asistir a cientos y miles de reuniones, y especialmente decir siempre «sí, bwana» al jefe de turno, le hacían acreedor a figurar en alguna lista de su partido. Pero tuvo suerte, pues el leonés le sacó del anonimato gallego, y le nombró ministro, pero no un ministro cualquiera, no, un ministro de altura, para un hombre bajito. Pero se lo tenía bien merecido, después de tantos años de dedicación al partido, incluso tuvo que sacrificar sus estudios universitarios, para dedicarse full time a la causa, por ello no pasó de primero de Derecho, pero qué importaba saber algo de leyes en un partido obrero, aunque nuestro personaje tampoco trabajó jamás de obrero, pues fue siempre un apparatchik, serio, responsable y especialmente obediente a sus jefes. Sin duda, también piensa que toda la culpa de su triste destino la tiene la prensa canallesca, pues ¿a quién se le ocurre seguir la pista a un ministro del reino de España que se entrevista con un amigo en una gasolinera? En este país ya no se puede tomar un tinto con un amigo donde a uno le dé la gana. ¡Qué país!
El leonés. Con una sonrisa meliflua y su talante habitual de estos últimos ocho años. Nada nuevo se puede escribir de este señor, pues todo está ya dicho: el peor presidente de Gobierno que España ha tenido la desgracia de padecer desde 1868. Un individuo al que le tocó la lotería sin haber sido ni siquiera alcalde de su pueblo. Un amigo de toda la vida, catedrático de Derecho en la Universidad de la Legio VII y ahora eurodiputado, me dijo hace años que el caballero de las cejas había sido un alumno mediocre, después fue unos pocos años profesor asociado en la Universidad, pero cuando se enteró, con retraso, que tenía que redactar una tesis doctoral y preparar unas oposiciones, consideró que aquella profesión requería mucho trabajo y decidió abandonar el alma máter para dedicarse a otra mucho más lucrativa y para la que no se necesitaba el menor esfuerzo, la política. Y en un santiamén llegó a presidente, sacó de la chistera la nefasta Alianza de Civilizaciones y hundió al país en el pozo. ¡Pobre país!
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