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Los (des)propósitos del ministro de Justicia

6 de Febrero del 2012 - Eduardo Serrano Alonso (xx)

Acabo de escuchar un resumen de las declaraciones del nuevo ministro de Justicia a una emisora de radio en las que expone las principales tareas legislativas que piensa realizar en los próximos meses, siempre teniendo como fin último la loable intención de aligerar el endémico atraso que existe en la justicia española. Al recapacitar sobre su contenido no sé si me sorprende más la ignorancia del Ministro o de sus colaboradores o la amplia dosis de demagogia que hay en ellas. Voy a tratar de razonar estos dos juicios de valor refiriéndome a las dos medidas que se presentan como más llamativas y a las que los medios de comunicación han prestado más importancia:

a) Atribución a los notarios la competencia para la celebración del matrimonio civil. El autor de la propuesta (y sus asesores) ignora que en la nueva Ley del Registro Civil de 21 de julio del año 2011 –que en su mayor parte entrará en vigor a los tres años de su publicación, es decir en el mes de julio de 2014– ya se atribuye a los alcaldes la competencia exclusiva para autorizar el matrimonio civil; dejando sin efecto los artículos 62 y siguientes del Código Civil (por cierto, sin que el legislador los derogue de forma expresa) que atribuyen hasta la fecha esa competencia al juez o al alcalde o concejal en que delegue. Por lo tanto ninguna novedad hay en la propuesta que ahora se realiza; en la nueva regulación se recoge la posibilidad de establecer una tasa por los ayuntamientos para la celebración del matrimonio; posibilidad que no hay duda será una realidad, con lo que se seguirá incrementando la maltrecha economía de los ciudadanos, a los que pocos actos jurídicos les quedan como gratuitos.

b) Atribuir a los notarios la competencia para conocer de los divorcios de mutuo acuerdo cuando no haya descendencia. Dejando aparte el poco convincente e inelegante argumento de ayudar –con la nueva ordenación– a los notarios en su complicada situación económica actual derivada de la reducción de asuntos, fruto sobre todo de la crisis económica, razón de escaso valor, porque lo mismo podría alegar cualquier colectivo profesional, como son los abogados y los procuradores, a los que habrá que buscar nuevas intervenciones que les ayuden a afrontar esta mala situación que a todos afecta y no sólo a los notarios, no parece de recibo que una concreta y temporal mala situación económica justifique por sí sola cambios legales; serían innumerables las leyes que habría que promulgar para poner a salvo el patrimonio de cada colectivo afectado por la crisis; hay otras razones que avalan el rechazo a esta pretendida reforma.

En efecto, cualquiera que tenga un mínimo conocimiento del número de asuntos civiles de los que conocen los juzgados civiles sabe que el porcentaje de divorcios con mutuo acuerdo de los cónyuges no representa ni un 1 por ciento de los litigios y son precisamente los que menos dificultades de tramitación y resolución plantean al juez, hasta el extremo de que incluso existe un programa informático que permite dictar una resolución definitiva en un tiempo muy breve, por lo que no se entiende en qué sentido este cambio es útil para el justiciable –al que además se le obligará a abonar unos honorarios al notario por un acto que hasta ahora no devenga tasas– ni en qué medida implica una reducción llamativa en el volumen total de asuntos pendientes en los Tribunales.

La medida en lugar de simplificar los trámites –que es lo deseable– los complica, estableciendo subtipos de procedimientos de divorcio con órganos decisorios diferentes. Supone además desconocer la mentalidad del ciudadano español, poco propenso a acudir, como medio de solución de sus conflictos, a vías no judiciales; así lo acredita la escasa utilización de los procedimientos de resolución de conflictos –arbitraje o mediación– distintos de los judiciales.

El señor ministro nos anuncia una futura Ley de la Jurisdicción Voluntaria, dando así cumplimiento a lo ordenado en la Disposición Final Decimoctava de la Ley de Enjuiciamiento Civil, de 7 de enero de 2000, que ordenaba al Gobierno a remitir a las Cortes en el plazo de un año un Proyecto de Ley de Jurisdicción Voluntaria; han pasado doce años (hubo un intento fallido) y aún no hecho realidad esa Ley de la Jurisdicción Voluntaria (expresión inadecuada, porque en sentido literal toda jurisdicción –salvo la penal– es voluntaria en el sentido de que los ciudadanos acuden a los juzgados civiles, contenciosos o sociales por propia voluntad, a nadie se le obliga a pleitear), hago votos para que así sea, pero dudo que sea un instrumento eficaz para reducir el atraso al que con reiteración hago referencia, por ser la excusa que se utiliza para justificar los proyectos legislativos que se anuncian.

No es éste el lugar oportuno para proponer soluciones, pero sí me parece oportuno salir al paso de generalizaciones que no traducen la realidad judicial; el tan repetido y aireado retraso en la solución de asuntos por parte de los órganos judiciales no es tan general como se quiere presentar; más de 40 años de actividad profesional me permiten afirmar que hay órganos judiciales sin atrasos o con un retraso irrelevante. Curiosamente la bolsa de mayores atrasos se produce en los órganos judiciales superiores y de modo muy particular en el Tribunal Supremo, donde se produce la intolerable situación que mientras sus miembros perciben una retribución que puede triplicar la que percibe un juez de Primera Instancia su carga de trabajo es veinte veces menor y el sistema de trabajo –con ayuda de servicios de apoyo– es incomparablemente mejor al que tiene a su disposición los jueces de instancia. Nuevas leyes podrán servir de ayuda, pero mientras no se afronte seriamente la productividad real de cada uno de los órganos judiciales dudo de que la situación vaya a cambiar en los términos que los políticos nos ofrecen.

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