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Adiós a la modista de la calle Paraíso

12 de Febrero del 2012 - Mercedes y Montse Yáñez (hijas de Marilé) (Oviedo)

Parece mentira, pero así es. Maruja (María para algunos, para otros Mari Carmen) ya no volverá más a su querida buhardilla de la calle Paraíso, donde trabajaba sin descanso. Allí acudían personas de toda clase, y a todas atendía Maruja de la misma manera: con su sonrisa, su alegría contagiosa, con su eterno buen humor. Porque además de ser una modista maravillosa, que vistió de gala, de boda, de viaje y de diario a sus clientas, Maruja era mucho más. Su buhardilla no sólo era el lugar donde trabajaba, sino también un hogar donde todos se sentían, nos sentíamos, bienvenidos: porque Maruja se entregaba tanto a su trabajo como a las personas. Tenía la capacidad de hacer sentir a la gente querida, escuchada, comprendida... Conseguía ganarse el cariño y la confianza de cualquier persona, algo que saben bien los que tuvieron la oportunidad de cruzar con ella una palabra, una mirada. A todos sonreía, a todos preguntaba, a todos agradecía y ofrecía un consejo, a todos animaba y daba apoyo. Y esa generosidad tan característica la acompañó hasta el final: ni el cáncer ni el ictus consiguieron borrar su sonrisa, que daba ánimos a los demás, sin pensar en ella misma. Incluso entonces seguía volcándose en la gente. Incluso cuando la enfermedad le paralizó un brazo, su mano seguía aferrándose con cariño a los que la acompañaban, y cuando le privó del habla, y la voz que antes charlaba, preguntaba y cantaba con interés y alegría se vio limitada por la confusión de las palabras, nunca le abandonaron los esfuerzos por hacerse entender ni borró de sus labios la palabra «gracias». A pesar de todo, Maruja estaba empeñada en luchar por la vida a la que tanto partido quería sacar, con su curiosidad insaciable por todo lo que le rodeaba. Nunca se cansaba de aprender, aunque ella ofrecía la mejor de las enseñanzas: tener fe en las personas. Porque a su lado se podía creer en la bondad humana: ella era el mejor ejemplo. Porque, en definitiva, eso era Maruja: buena. Hasta el punto de que, de algún modo, conseguía mantener unidas entre sí a las personas que se relacionaban con ella. Maruja creaba a su alrededor lazos de amistad (seguro que los cosía) del material más resistente.

Nunca una carta ha sido tan imperfecta y tan incompleta para abarcar la vida de una persona y, sobre todo, lo que ha significado para los demás, como ésta. Los que hemos tenido el privilegio de conocerla lo sabemos: cualquier homenaje que le dediquemos siempre será menos que lo que ella nos dio. Sólo podemos esperar que su recuerdo nos siga manteniendo unidos, como a ella le habría gustado. Y, con alegría y en su honor, no sentirnos vacíos, sino llenos de todo lo que hemos compartido con ella. Y decirle con una gran sonrisa, como ella lo haría: «Gracias por todo, Maruja».

Mercedes y Montse Yáñez, hijas de Marilé

Oviedo

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