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Sobre Educación Cívico-Constitucional y otros dislates

10 de Febrero del 2012 - Santiago López Fernández (Mieres)

El nuevo ministro de Educación en España se llama José Ignacio Wert y al parecer es especialista en Estadística. Recuerdo un profesor que tenía de Matemáticas Técnicas diciendo aquello de «la Estadística es muy rigurosa, pero la gente miente». Mucho se discute acerca del cambio –algunos hablan incluso de «fulminación», como desde las páginas de este periódico– de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Sin ánimo de generalizar, voy a tratar de exponer mi opinión –no mi teoría–, como profesor de Filosofía, sobre este casual. Considero que, si realmente el conocimiento es la base de una buena educación, y no la perspectiva más o menos individual de un empleo posterior, debería primarse la enseñanza de Filosofía o de Historia Antigua sobre otras asignaturas de tan poco fuste y tan ambiguas como Educación para la Ciudadanía o Educación Cívico-Constitucional –que las quiten, no pasa absolutamente nada–, supuesta novedad que no cambia las cosas. El Gobierno actual parece situarse, en este aspecto, del lado de las teorías del patriotismo constitucional, tan en boga dentro de la socialdemocracia europea, de resultas que alguien que estudie la Constitución de 1978 –o los estatutos de autonomía– es más patriota que nadie. Tonterías. La educación en valores se desgaja de todo un desarrollo histórico –la Historia de España– para terminar hablando de conceptos tan vacíos que, primero, desencajan al profesor y, segundo, despistan a los alumnos. Si se quiere conocer la Constitución (escrita) de 1978, que se estudie dentro de Historia de España, o si no que se estudie la carrera de Derecho, que según esta teoría sería el súmmum del patriotismo. La falta de definición está acabando con la educación española, y el concepto de utilidad, que tanto se maneja y que se tiene incluso por evidente, resulta que es el más vacío de todos. Para atajar algunos de estos problemas –unidos al fracaso escolar– no vendría mal ser conscientes de los deberes –en derechos todo el mundo es ducho– y de las virtudes, que no son flor de un día, y que tan bien explicaron los autores clásicos griegos y latinos. Son tiempos amargos, en especial para alguien que, como yo, evoluciona hacia posiciones cada vez más templadas, en la vida, la moral y la política. Es un asunto de esperanza, una esperanza que, como Ignacio Gracia Noriega vio en autores como Chesterton o Kipling, puede ser incluso luminosa. Pero la realidad impera, y es turbia.

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