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Las Regueras, al médico don Emilio

25 de Abril del 2009 - Celso Díaz Fernández (Oviedo)

Cuando se celebran los acontecimientos familiares suelen venir a la memoria hechos de otros tiempos, que a veces fueron trágicos, pero que ahora en el recuerdo vienen a convertirse en alegres rememoraciones. Recientemente casaba Mariger a su segunda hija, de las tres que tiene, y nos acordamos de un lance de su infancia. Pero empecemos por los hechos en la boda de su hija, pues todavía tienen un sabor especial las ceremonias de una boda, cuando tienen lugar en una iglesia rural como la de El Escamplero. A pesar de su juventud, ella hace ya nueve meses que es abuela. Mariger, como la inmensa mayoría de aquella pléyade de niños que yo tenía en la catequesis, hubo de emigrar a la ciudad, aunque el centro de su vida sigue estando en Las Regueras, donde todavía viven sus padres, Pepe de La Rabaza y Cuca del Formigueru de Lazana, con los que se mantiene en una constante y afectuosa relación.

Pero nunca se olvida de la historia que le contaron del médico de su pueblo, don Emilio Jaqueti, y la hemos estado recordando con motivo de este feliz matrimonio. Ella me decía: «Me gustaría que lo escribiese y que yo también pudiese poner algo para agradecérselo».

Era la tercera hija que tuvo el matrimonio y se criaba muy bien, pero cuando tenía sólo tres meses una grave enfermedad de esas que se llevan la vida sin remedio (hablamos de los remedios que entonces existían) había sumido a sus padres en un dolor profundo. La niña se moría de unas fiebres altísimas que la consumían.

Su madre, Cuca, se trasladó a casa de sus padres en el Formigueru para que la ayudaran a cuidarla y poder estar más cerca del médico de Santullano.

Éste la visitaba asiduamente, pero la niña no mejoraba, por lo que les aconsejó pedir un taxi y llevarla a un especialista en Oviedo.

Entonces era muy frecuente el uso de aquella fatídica palabra, que era como la antesala de la muerte: «Está desahuciado». Pues con ese diagnóstico volvieron de Oviedo su madre y su cuñada Laudina, hechas un mar de lágrimas. Por indicación del especialista, habían comprado a toda prisa en una farmacia un balón de oxígeno para intentar que llegase con vida a casa. Antes de llegar a Lazana, se dirigen al médico, que recién terminada la consulta diaria estaba sentado a la mesa. Allí se presentan ellas con su triste mensaje. Cuca, al relatar aquella escena, que no olvidará nunca, todavía no puede dominar sus emociones: «El médico estaba comiendo. En su plato había una zanca de pollo, lo recuerdo bien. Al vernos llegar llorando con aquella noticia, él dio tal fuerte puñetazo en la mesa que la zanca que se disponía a comer salto del plato y rodó por el suelo, mientras él decía en voz alta: "Esa niña no se muere, ¡no se puede morir!"».

Diciendo esto, se levantó, tomó su coche y siguió al taxi hasta la casa. Durante tres días con sus noches estuvo intentando tratamientos que hicieran bajar los 42 grados de fiebre que abrasaban a la niña, pero la enfermedad seguía su curso: la criatura ya no lloraba, ni se movía, consumida por la fiebre.

Don Emilio leía mucho, tenía verdadera ansia de aprender y se preparaba sin descanso. Fue entonces cuando, encomendándose a Dios, tomó una decisión draconiana. Mandó que le prepararan un buen balde de agua y unas sábanas limpias. «Habrá que calentarla», musitó la madre. «No, no: que esté bien fría».

Le colocaron el agua al lado de la cama. La madre, aunque tenía toda su fe puesta en el médico, al ver a la niña que ardía con aquella altísima fiebre, y al médico que cogía en sus manos aquel cuerpecito desnudo y moribundo, no pudo reprimir una exclamación entre dientes: «¡Ay, madre, ahora se muere!». Durante unos segundos que parecieron infinitos la mantuvo sumergida en aquellas frías aguas. Luego la sacó y la envolvió en las sábanas. Repitió la operación dos veces más y la acostó en su cama.

Siguió después un profundo silencio de angustiosa espera donde los ojos de todos miraban a la niña y al médico. Después de un rato, la niña reaccionó con una diarrea enorme en la que expulsaba abundante líquido negro. La madre, atisbando un rayo de esperanza, murmuró: «Esto es bueno», pero él la interrumpió diciendo: «No se sabe, hija, no se sabe lo que es bueno. Hay que esperar».

Fue como un milagro. La niña se fue reponiendo y sanó, y nunca más se resintió de aquello, ni tuvo enfermedad grave alguna hasta el día de hoy, en que se lo estuvimos recordando, mientras la felicitábamos a la salida de la iglesia, donde se mostraba tan contenta y elegante, luciendo sus mejores galas para la boda de su segunda hija.

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