Morir con las botas puestas
Solté el esquí de mi pie derecho mirando hacia el Cuitu Negru, donde había estado hacia unos pocos minutos. Aquella mirada hacia las alturas era una despedida
Era el mes de marzo de 2011 y la nieve primavera me había hecho difícil el descenso. Me retiro por hoy, dije, y para siempre, pensé.
Ésta ha sido mi última bajada, acabo de tomar una decisión. Félix no entendía por qué así, de repente, si acababa de estrenar unas botas.
Cuántas veces, durante cuarenta años, me habré deslizado por estos neveros, y en ese momento estaba diciendo adiós a aquellas pistas en las que tanto disfruté, a veces arriesgándolo todo en la carrera, otras aprovechando al máximo el rayín de sol que me calentaba y me curtía la piel mientras subía feliz en el telesilla.
Ya no volvería a comer los callos en la cafetería del Cuitu, ni a tomar en el Brañillín los manchaos, ni los caldos, que tanto me reconfortaban cuando necesitaba hacer un alto en el camino y reponer fuerzas para continuar.
Mi despedida no era triste. Estaba cargada de agradecimiento por las horas vividas.
Por eso, decido retirarme voluntariamente antes de que alguna circunstancia adversa pueda empañar los recuerdos de algunos de los mejores momentos de mi vida.
Hoy ha caído una gran nevada, las pistas están cubiertas de una maravillosa nieve polvo. No soy persona de firmes decisiones y estoy sintiendo una gran añoranza. Pero el año pasado hice mi ceremonia de despedida particular, tan solemne y emotiva que no quiero tener que volver a repetirla. Tampoco estuvo nunca dentro de mis aspiraciones morir con las botas puestas.
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