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Hablemos del coche oficial

29 de Febrero del 2012 - José Antonio Gutiérrez González (Piedras Blancas)

Sin lugar a dudas, lo que más sigue atrayendo a un ciudadano a presentarse a unas elecciones, sobre todo a los que carecen de oficio y beneficio, es la erótica del poder. Y dentro de un afán desmesurado por aparentar lo que nunca se llegará a ser si no es de esta forma, uno de los puntos clave es la posibilidad de utilizar coche oficial.

En esta España nuestra que se nos está yendo por el desagüe, como dice el presidente de Mercadona, Juan Roig, tanto en dictadura como en democracia, el coche oficial sigue siendo un oscuro objeto de deseo. Ni sexo ni ostras. Un auto negro con los cristales tintados o cortinillas oscuras fue y sigue siendo el atractivo más extraordinario, el que mueve las sillas en las organizaciones y desata luchas intestinas en las juntas electorales de los partidos políticos por un puesto en las listas.

Por eso, no es tan difícil comprender por qué en su día, no hace muchos años, un recatado profesor de universidad, cuando llegó a la Presidencia de una comunidad autónoma del norte de España, ordenó comprar dos Audi blindados a más de medio millón de euros cada uno. O que un sencillo y honrado jardinero catalán nombrado president, en la etapa del tripartito, exteriorizara un exagerado empeño en dotar a su coche oficial de escritorio de madera a medida, reposapiés eléctrico y otros carísimos adornos de alta tecnología.

Puestos a pensar a largo plazo, nuestra memoria alcanza hasta aquellos Seat 1400 azul oscuro, casi negro, con habitáculo tan alto que se podía viajar con el sombrero puesto. Lo utilizaban los prebostes del régimen en la capital y en provincias. Era el símbolo del poder en movimiento. Algunos se montaron en aquellos vehículos de fabricación nacional y no se bajaron ni durante la Transición. Cuando se quisieron dar cuenta ya viajaban en un Citroën Sedán alta gama, parando por los pueblos para dar el mitin. Pero otros, que también venían de la izquierda radical, descubrieron lo práctico que era para mandar a recoger los niños al colegio, a la esposa a la peluquería, leer los periódicos antes de llegar al Ministerio o, incluso, enviar al chófer a por tabaco y, sobre todo, estar al abrigo de los inconvenientes de la calle. Presidentes, subsecretarios, directores generales han venido disfrutando durante muchos años del derecho a coche oficial y chófer. Eso sí, previa recomendación a la ciudadanía de los beneficios de utilizar el transporte público.

Actualmente, los vientos de la crisis están levantando las mullidas alfombras sobre las que se desliza el coche oficial y a cuyo amparo viajaban otras bicocas: dietas por unos minutos en la Caja municipal, combustible gratis para su uso particular, entradas para los toros o el fútbol (o para ambos), el dulce sabor de hacer favores y, entre tanto, el coche propio acumulando polvo en el garaje.

Pero el vendaval de recortes y el contagio de la indignación popular frente a los signos externos de poder e influencia han empezado a barrer privilegios y gabelas. Se acabó aquel rumboso: «¡Tranquilo, hombre, que te mando el coche!». Por suerte ha empezado el declive. Es el signo de los tiempos, que bastante estamos tardando en sacudirnos a tanto zángano en coche oficial a cargo del presupuesto.

Posiblemente, un poco tarde, pero la mayoría empieza a darse cuenta de que el dinero público sí es de alguien. Ya estamos hartos de los privilegios de nuestros representantes, y clamamos a gritos por que se conviertan en trabajadores normales, de ésos que se desplazan todos los días a sus obligaciones laborales como buenamente pueden y que necesitan un determinado número de años de cotización para cobrar al final una escueta pensión.

Lo contrario es seguir cachondeándose de los que democráticamente les hemos elegido.

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