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No verán el milagro de la primavera tevergana

11 de Marzo del 2012 - Celso Peyroux (Teverga)

«Si hay algo que en verdad detesto es escribir necrológicas o “in memóriam” de los amigos y personas que aprecio. Con ellos desaparece una parte de mí mismo». Así escribe, desde Marrakech, Juan Goytisolo para recordar al desaparecido Jorge Semprún.

A mí me está ocurriendo algo parecido. Sobre todo en este detestable mes de febrero, días en los que se me fueron gente muy querida: mi padre –hace ya de esto cuarenta años; Carlos, la sombra de mi mano y los sueños y anhelos de los niños; don Antonio Machado «con sus días azules y el sol de la infancia» y el rector Alas, vilmente asesinado.

Desde hace más de cuarenta años venía escribiendo notas de duelo cada vez que uno de los míos desaparecía. ¡Qué bello! ¡Cómo lo querías! –decían unos–; ¡Cuando tú te vayas no tendrás a nadie que hago lo mismo con tanta generosidad! –decían otros.

El caso es que de un tiempo a esta parte he ido abandonando esta clase de epístolas elegíacas, porque se me muere tanta gente que todos los días tendría que dedicarles mis escritos. Acudo al sepelio, manifiesto mi duelo a los familiares, me recojo, elevo una plegaria y regreso al recuerdo de manera efímera, porque la vida sigue y sólo se hace anciano quien vive más de nostalgias que de esperanzas y proyectos.

Al igual que Goytisolo he roto la promesa porque deseo elevar un recordatorio a unas gentes que se me fueron de la manos y porque sus decesos, aunque anunciados, como los de todos, no contaba con ellos: Avelina Fernández, «Avelina, la del berciano», madre de mi mejor amigo David Carlos, con quien tanto quería. Invidente, desde hace muchos años, fue una de las grandes mujeres con las que me crucé en la vida, por su sabiduría, prudencia y alegría de vivir. La Focella es un buen lugar, mirando a la laguna, para descansar el resto de los días.

Fermín Riaño vino a Teverga por Todos los Santos a mirar la Peña Sobia y a despedirse de los amigos por última vez. No es fácil encontrar un alma tan generosa desde Avilés hasta los cantiles de Caraz. Buena semilla dejó para que su hijo, misionero, la siembre por las tierras donde amanece el sol.

«Vari», querido, tu muerte me hizo mucho daño y no supe de ella hasta meses más tarde. José Luis Fernández –su verdadero nombre–, amigo entrañable de la infancia, vecino de La Culada, a la otra orilla del río: campamento «Rey Pelayo» en La Pola de Gordón; bachiller en La Plaza; vendedores los dos de los diarios por todo Teverga; bicicleteros arriba y abajo; hurtadores de las peras y manzanas del Chalet y en Cotariello; aprendiz en el Pradacón (junto a Lito, López, Caito, Lolo, Mon, Laureano, Lelo, Tatos, Quinto, Pradín, Campos… –y Nato en los lavaderos– bajo las enseñanzas de Alfredo Martínez y de otros grandes maestros del hierro y del fluido eléctrico). Compañero del alma, compañero.

Francisco Flórez, «Paco, el de Dolores» de San Salvador. Hombre genuino donde anidaba la estirpe del «paisano» tal y como conocemos esta expresión tan nuestra. «En la vida, hay que ser paisano». Como Paco lo era. José Enrique, consorte de Arbechales; modelo de hombre bueno y comprometido. Aquellas reuniones clandestinas y lucha para que el Iryda, la Diputación Provincial e Hidroeléctrica del Cantábrico aunaran esfuerzos y presupuestos para trazar la carretera por el valle arriba desde la Malva hasta Saliencia. Se te echará de menos.

Y ya en estos días se me fue Chelo, el de Armando. Lo vislumbro en las oficinas de Hullasa; lo recuerdo empuñando la pala y tirando de roldana –todo junto al río– para cargar los camiones del carbón y del «islan» que se escapaban con la corriente. Lo veo en el «vanzao» de Entrago atravesando aquella poza de infancia de aguas azules como un delfín; me viene a la memoria su risa ruidosa y sus palabras justas y precisas. Y, escarbando en el tálamo, acuden Tina, la de Nena, con su sonrisa violácea en los labios, Manolo, Paco y Luis –estirpe de panaderos con Sebio, Sefa y Félix en el recuerdo–, el tío Jaime… y allá a lo lejos, muy lejos, la joven Fina víctima del rencor y de la inquina que sembró la Guerra Civil.

Y concluyo con las palabras de Dickens –cuyo bicentenario de su nacimiento tiene lugar este año–. Una invitación para leer su obras, recordar a los amigos que se fueron y poner luces con sus renglones derechos en lo poco que somos: «Mi vecino, mi amigo ha muerto; la (el) que amaba, la (el) era la alegría y la dicha de mi corazón, ha dejado de vivir y su muerte es la inexorable continuidad del secreto que hubo siempre en el fondo de su alma, como hay uno en mí que me llevaré a la tumba. ¿Hay en alguno de los cementerios de esta ciudad por la que paso un durmiente más inescrutable de lo que sus habitantes, en su más íntima personalidad, son para mí, o yo par ellos?».

Ninguno de ellos, como otros que se irán en estos meses, no volverán a ver el milagro de la primavera machadiana en nuestros valles con la nieve fundiéndose en las cumbres, el canto de los ríos y regueros, la llegada de las golondrinas y vencejos y la rama verdecida que, como una esperanza y una luz a lo lejos, nacerá de nuevo al árbol que se le daba ya por consumido.

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