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Balada triste de la garita del diablo

12 de Marzo del 2012 - Celso Peyroux

Seis campanadas acaban de desgranarse del bronce de la «Wamba» «…allá en lo alto de la esbelta torre en la Santa Basílica…» y, cruzando los cielos de la noble ciudad, llegan hasta las faldas del Naranco como el dulce tañer de la campana de una ermita lejana. Es una tarde espléndida y el sol va recogiendo las últimas hebras doradas que permanecen adosadas a la cúpula de la antigua cárcel. Las escamas de cinc y las vidrieras de la linterna guardan el calor de los rayos solares que recibieron durante todo el día.

Cerrado está el portón de hierro a cal y canto –por ser tiempo de descanso en este 20 de febrero– de lo que fue prisión y privación de libertad –el don más sublime del ser humano– que viene a ser lo mismo, pero tras los barrotes aún se oyen los gemidos, las angustias y plegarias de los galeotes y las descargas de plomo y fuego que ponían a los condenados una rosa ensangrentada en la pechera: «…Duerme, mi amigo. Vuela un cuervo/ sobre la luna y la degüella./ La mar está cerca de ti,/ muerde tus piernas./ No es verdad que tú seas un hombre;/ eres un niño que no sueña…» (José Hierro, JH).

No hay nadie dentro del edificio –hoy convertido en el Archivo Histórico de Asturias–. Sólo legajos, filminas, vitrinas, estanterías y anaqueles llenos de libros silenciosos, pero con la vida latiendo entre sus páginas, para conocer, revisar y estudiar la Historia –siempre llena de sangre y de dolor– y evitar con su lectura y enseñanzas que hechos tan amargos y luctuosos vuelvan a repetirse.

Unos niños juegan al balón en una amplia calle sin salida y varios ancianos toman el sol viendo cómo se va el astro al tiempo que sus vidas. Alguien me señala el lugar que estoy buscando en la parte exterior de las altas paredes del recinto amurallado. Allí se levanta como un fantasma silencioso; cronista y testigo del rencor, la envidia, la denuncia, la inquina, la venganza, otras miserias de la condición humana… y también la muerte. Es un cubo de piedra labrada que hace de esquina y puesto de vigilancia coronado por varias almenas que le dan un aspecto de fortín inexpugnable. Los guardianes, que accedían a la parte superior por una escalera de caracol, disponían de tres saeteras por las que mirar fuera del solar penitenciario. Contra las paredes de esta macabra esquina se quebraron muchas vidas inocentes y por ello los reclusos, y más tarde el pueblo, lo denominaron la «Garita del Diablo». Andaría Luzbel enzarzado con el Gran Hacedor en discordias y posturas divergentes de profundo calado divino y metafísico porque el ángel rebelde nunca hubiera permitido tan execrables crímenes: «…Pues en la prisión cosas son hechas/ que ni el Hijo de Dios ni el de los Hombres/ no las debieran contemplar jamás…» (Oscar Wilde, OW).

Apoyo mis espaldas contra el muro, contemplo la celda en la que sufrió mi abuelo Manolón «el Gallego» –preso por los acontecimientos del Treinta y Cuatro y libertador de hombres de la cárcel de Teverga– y me pongo a leer algunos versos de la «Balada de la cárcel de Reading» escrita por Oscar Wilde como crónica versificada de su paso por aquella prisión cumpliendo una condena a trabajos forzados. También llevo en la mochila una antología de José Hierro, señaladas las páginas de la «Canción de cuna para dormir a un preso», y «La Regenta», de Clarín, por razones obvias que el lector comprenderá y porque la tengo entre mis novelas preferidas.

No dormía la siesta la heroica ciudad. El disco del Sol se perdía por detrás del Naranco y «…El viento sur, caliente y perezoso, empujaba las nubes blanquecinas que se rasgaban al correr hacia el norte». Vetusta estaba convulsa en aquellas horas de la tarde con el eco de disparos que salían de todas partes, el estruendo de algún obús y el martilleo monótono de las ametralladoras sembrado la muerte y arrebatando vidas.

La lucha entre los dos bandos era enconada y no había un momento de paz ni de cuartel. Por las calles había mucho ruido con «…el rumor estridente de los remolinos de polvo, trapos, pajas y papeles que iban de arroyo en arroyo, de acera en acera…» Una potente megafonía llegaba de varias trincheras con voces de rabia y amenaza: «Incendiaremos Oviedo si matáis al Rector». De nada sirvieron los mensajes disuasorios. Había sed de revancha. Hambre de venganza. Odio en las retinas y «…córneas torturadas…» Una manada de lobos despiadados contra un cordero prudente y apacible.

Subtítulo: Recordando al rector Alas y a Manolón «el Gallego», mi abuelo, ambos presos en la cárcel de Oviedo

Era Leopoldo Alas Argüelles un intelectual de alma mansa, amable, humanista abierto a la verdad y a la recta interpretación. Un alumno que había sido educado en la pedagogía de la Institución Libre de Enseñanza con los postulados de tolerancia, respeto, libertad, autocrítica y la paz perpetua. Un profesor amado: «magister dixit».

El magistral de turno –alentado, como el resto de la jerarquía eclesiástica, con la llegada de las columnas gallegas– dirigía, con manos temblorosas, sus prismáticos hacia la cárcel cuya cúpula se columbraba entre la niebla al pie de la colina. «…Pero entre tanto, De Pas volvía amorosamente la visual del catalejo a su Encimada querida, la noble, la vieja, la amontonada a la sombra de la soberbia torre…» No estaba de acuerdo con el crimen que se iba a cometer contra aquel hombre bueno y bondadoso que había llevado las riendas de la Universidad de la muy noble y leal ciudad. Tampoco lo estaban otros hombres y mujeres, pero todos guardaban, ante el «pavor azul» y el temor militar, un fariseo, sepulcral y cínico silencio.

Del bronce, a mitad dormido, de San Pedro de los Arcos, llegaban seis golpes de campana ateridos de frío y sus Alas muertas no pudieron propagar el eco por el resto del valle. «…De pronto el golpe del reloj/ golpeó en el aire trémulo; y del penal se alzó un clamor…» (OW) Todo estaba ya escrito y sentenciado. El proceso contra el rector Alas había sido una farsa y era «culpable» de haber «envenenado la conciencia española». Junto a cuatro compañeros de cadalso fue llevado junto a la Garita del Diablo para ser ejecutado: «…¡Oh Cristo querido! Los mismos muros/ de la cárcel de pronto se tambalearon/ volviose un casco de candente acero/ y el cielo azul sobre nuestras cabezas,/ y aunque yo era también un alma triste/ ya no pude sentir mi propia pena…» (OW).

Caminaba por el patio el noble reo despacio entre los verdugos con su cruz a cuestas, y miles de pensamientos y de imágenes se agolpaban en la retina de sus ojos. «…Las piedras del patio son duras/ y el alto muro agua rezuma;/ allí tomaba el aire/ bajo el cielo de plomo,/ a cada lado un guardián…» (OW).

En el edificio llamado las Escuelas –que hacía de dependencia carcelaria– varias mujeres lloraban desconsoladamente como en aquel pasaje bíblico en el que Cristo se encuentra con las mujeres de Jerusalén camino del Calvario. «No lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros hijos», les dijo el Nazareno. ¡Asesinos! –gritaban las mujeres– cuando la comitiva pasó bajo sus rejas. «¡Mujeres que me escucháis al otro lado de esta tapia, que ésta sea la última sangre vertida! ¡Que sirva para aplacar los odios y las venganzas!».

Nadie conoce los pensamientos de un condenado a muerte. Nadie sabe de su sonora soledad cuando va camino de la Garita del Diablo: ¡Oviedo, Oviedo, ciudad mía, lugar querido! ¿Por qué me has abandonado? «…Prisión de Reading, ciudad de Reading:/ allí hay un pozo de vergüenza…» (OW). Fueron colocados los condenados frente al paredón y a una señal varias descargas y los tiros de gracia segaron sus vidas. «…No es verdad que te pese el alma./ El alma es aire y humo y seda./ La noche es vasta. Tiene espacios/ para volar por donde quieras…» Sobre ellos cayó el velo de la muerte, y el manto de la noche se echó encima de todos con una niebla de seda enlutada que bajaba de la cumbre.

«¡Todos los hombres matan lo que aman!/ –y que sea por todos esto oído–:/ algunos lo hacen con mirada amarga,/ algunos con palabras de dulzura;/ el cobarde asesina con un beso/ y el hombre de valor con una espada!» (OW). Pero a él no lo amaban. Lo temían. La sabiduría y la pluma hacen sombra al poder. Se hacía necesario –sentenció y firmó el sanedrín– cortar las Alas al mensajero.

Por mayo del setenta y cuatro ofrecí un recital de poesía a los internos de la prisión. Con Mila Magaz –joven bonita y buena rapsoda– leímos y recitamos versos de los grandes poetas que en el mundo han sido. Cantamos a la libertad, al amor, a la justicia y al erotismo en la sala de la biblioteca. A Mila, los internos le regalaron, cumplidos, piropos y un ramo de rosas rojas; a mí la copia de un diario que venía escribiendo un joven presidiario condenado a once años y un día. Hubo abrazos, lágrimas y besos en la despedida. Fue una velada inolvidable.

Mañana volveré para recorrer las dependencias, el centro distribuidor que daba acceso a las galerías y a la capilla. Luego solicitaré toda la información posible para trabajar sobre: «La huelga minera en Teverga del sesenta y dos» cuyo cincuentenario se cumple en abril. Pero ésa ya es otra historia más fácil de llevar y de escribir.

Nos dice Horacio en su «Arte poética»: «Bis repetita placent». Es decir, que una obra repetida muchas veces será siempre muy grata. Quisiera que estos renglones –más o menos derechos– y otros muchos dedicados a este mártir de la libertad –y a otros, Táranu del alma, siempre en el recuerdo– y a la convivencia entre hombres y mujeres de buena voluntad, no cayeran en el olvido. Tener siempre presente el ejemplo y la vida de un hombre bueno y que éstos y otros dolorosos acontecimientos no vuelvan a repetirse porque ántropos, pudiendo ser un individuo sublime: «Homo homini lupus» (Plauto: el hombre hace mucho daño a sus semejantes).

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