Tántalo, las utopías y la esperanza
En la mitología griega, Tántalo era un hijo de Zeus y rey de Lidia. Un mimado por el destino y la vida. Pero quiso poner a prueba la ciencia de los dioses y los invitó a un banquete en el que pretendía servir en un guiso trozos de su propio hijo, asesinado por él. Los dioses se dieron cuenta y rehusaron el plato, para devolver la vida a Pelope –así se llamaba el hijo– y castigar a Tántalo a sufrir hambre y sed durante toda su existencia. Lo colgaron de la rama de un árbol, que retrocedía por el viento cuando él estaba a punto de conseguir llegar con la boca a los frutos de otras ramas; lo mismo que ocurría en los momentos en los que se halaba a un paso de conseguir beber el agua del estanque que tenía debajo.
Con la utopía pasa tres cuartos de lo mismo: nunca llega a alcanzarse, por la sencilla razón de que el hombre siempre quiere más y porque para conseguirla hace falta mucho tiempo, otras generaciones. Y cuando llegan aquéllas, se vuelven a encontrar el mal que las anteriores han tratado de anular sin conseguirlo del todo. El mundo moderno es proclive a la utopía porque es ecocéntrico, quiere saber poco –o nada– de Dios y se cree capaz sólo por sí mismo de obtener esos frutos que, como los de Tántalo, se ven pero no se acabarán tocando. La sociedad perfecta es un mito primitivo que se sigue repitiendo sin éxito.
Aunque pueda parecer paradójico, puede ser más realista y más eficaz esperar en la vida eterna, en el otro mundo, que así ya se hace presente en éste de alguna manera: lo celestial se imbrica y mezcla, para pasar a formar parte de lo terreno. Y se hace esperanza, para poder hacer la voluntad de Dios «así en la Tierra como en el cielo».
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