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¡Tebanos, a la huelga general!

27 de Marzo del 2012 - Francisco Erice

En 1958, el Partido Comunista de España escenificaba su protesta contra la dictadura franquista convocando una Jornada de Reconciliación Nacional que pretendía paralizar el país. Se cuenta que en esos días el inolvidable Paco Rabal, que representaba en el teatro una célebre tragedia griega, adaptando oportunamente el texto en uno de los ensayos, llegó a exclamar: «¡Tebanos, a la huelga general!».

Sirva esta anécdota para ilustrar uno de los múltiples episodios en los que la idea de una acción huelguística de este tipo se ha plasmado históricamente, siempre centrada en un objetivo excepcional: conseguir alguna reivindicación de particular trascendencia; ejercer la solidaridad de clase en momentos cruciales; conquistar el sufragio universal o defender las libertades democráticas. Cierto que, desde principios del siglo XX, bajo el impulso del sindicalismo revolucionario, la huelga general se convirtió en cierto modo, como señalara Georges Sorel, en el gran mito proletario movilizador, el rito casi palingenésico que abriría las puertas de la nueva sociedad emancipada. Sin embargo, ni que decir tiene que su uso práctico casi nunca se produjo bajo estos parámetros, sino con motivaciones más prácticas y limitadas; si bien su idea misma conservó, y aún conserva, algo de ese halo utópico, como expresión de la mayor muestra posible de solidaridad obrera y popular en momentos de peligro para los derechos básicos, la dignidad de los trabajadores u otros valores considerados vitales.

La convocatoria del próximo día 29 responde, como pocas, a una de esas ocasiones especiales. Es verdad que, desde la Transición democrática, ha habido otras cinco huelgas generales de un día de duración, siempre motivadas por recortes sociales importantes o cambios del marco laboral particularmente agresivos. Pero nunca existió, en el mundo sindical o en la percepción de amplios sectores sociales, una convicción tan generalizada de que esta nueva reforma va mucho más allá de las anteriores; que supone un punto de no retorno, dentro de un proceso de deterioro de conquistas históricas, que podría volverse irreversible por mucho tiempo.

Este sentimiento contrasta, desde luego, con el «argumentario» exhibido por el gobierno o los portavoces empresariales. Revestir la nueva norma, como hace el presidente Rajoy, de una modernidad propia del siglo XXI frente los nostálgicos del siglo XIX sólo puede ser fruto del desconocimiento de la historia o el deseo deliberado de introducir confusión. En realidad, el decreto ley es profundamente decimonónico, en la medida en que nos retrotrae tendencialmente a un modelo de relaciones laborales previo a los procesos que consolidaron en todos los países la negociación colectiva (ahora troceada y desvirtuada con la preeminencia del nivel de empresa frente a los convenios más amplios) o propiciaron equilibrios que restringían la prerrogativa omnímoda de los patronos para regular las relaciones laborales a su antojo (ahora, el nuevo contrato de emprendedores y los artículos 12 y 13 del decreto ley prácticamente la sacralizan). Esta restauración del poder patronal casi incontrolado, manifestación insólitamente explícita de una descarnada política de clase que nada tiene que ver con el «interés general» que se esgrime, va acompañada de otros cambios radicales. Por ejemplo, de medidas destinadas a la recuperación de beneficios empresariales por la vía del recorte de los salarios, olvidando o fingiendo ignorar que lo que puede beneficiar a empresarios individuales no siempre es funcional para el propio sistema en su conjunto, sumido en una crisis a la que la caída de la demanda que estos procedimientos implican no ayuda precisamente a superar.

El preámbulo del decreto ley reitera de forma machacona los principios de «equidad» y «flexiseguridad». El primero resulta ser un evidente sarcasmo, en una norma destinada precisamente a lo contrario en aras de una supuesta facilidad –¡siempre futura!– de los empleadores para generar puestos de trabajo, derivando en claro desequilibrio y –sin exageración alguna– en violencia legal quintaesenciada contra los derechos adquiridos de los trabajadores. Y en cuanto a la «flexiseguridad», curioso concepto de origen sedicentemente socialdemócrata pero acogido con entusiasmo en los ambientes patronales, debería ser calificada en este caso como «flexi-inseguridad», ya que en modo alguno se compensa la evidente mayor capacidad de maniobra de los empresarios con el mejor acceso de los asalariados a un puesto de trabajo o las prestaciones por desempleo.

En realidad, la reforma se inserta en la lógica pura del neoliberalismo rampante, la nueva religión bárbara del mercado irrestricto que, como ya señalara Karl Polanyi en su célebre libro «La Gran Transformación» (1944), de no ser adecuadamente contrapesada, conduce a la anulación misma del vínculo social civilizado y a la destrucción de la naturaleza. El neoliberalismo sólo puede funcionar eficazmente, a largo plazo, sobre la doble base de la anulación o desnaturalización progresiva de la democracia política y de los derechos sociales. Dado que, como señala sabiamente el proverbio, para poder registrar a alguien los bolsillos es necesario atarle las manos, pronto vendrán nuevas medidas represivas, como la restricción del derecho de huelga (que se ya se reclama con insistencia) y otras vueltas de tuerca sobre la acción sindical, la privatización-individualización de las relaciones laborales y un largo etcétera.

Es indudable que lo que ahora sucede no hubiera sido posible sin una serie de procesos previos que, desde hace ya tiempo, han ido desbrozando el camino. Bertolt Brecht aseguraba, a propósito de las estrechas relaciones entre guerra y capitalismo, que «mucha destrucción se ha llevado a cabo ya cuando los tanques traspasan las fronteras que las mercancías no pueden cruzar». Análogamente, podemos decir que se han necesitado lustros de ataques contra los derechos sociales para preparar el terreno; y décadas de un tenaz adoctrinamiento, desvalorizando la condición misma y la dignidad de los trabajadores, presentados reiteradamente como un auténtico lastre frente a los verdaderos «creadores de riqueza», a veces bautizados con el término ideológico, tan pomposo como ridículo, de «emprendedores».

Frenar la ofensiva del neoliberalismo es hoy una batalla crucial, que va más allá de los intereses estrictos de los trabajadores y afecta a la salud de la propia democracia. Cuando se haya conseguido, tal vez sea el momento de plantearse, serena y democráticamente, si merece el apoyo y la aceptación de la mayoría no ya el neoliberalismo, sino el sistema mismo que lo engendró. De momento, que la mayoría de los «tebanos» secundemos la convocatoria del día 29 podría ser un buen principio.

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