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Teverga estuvo contigo, mi general

30 de Marzo del 2012 - Celso Peyroux (Teverga)

Se miraban aquella tarde los chopos en las aguas del Esla y en Sobia las últimas flores de la nieve ascendían al cielo. Las seis de la tarde, con un repique de campanas, mientras la luces de la tarde –«… En el atardecer de la vida / te examinarán de amor…»– se recogían para un canasto en la campiña leonesa y la estepa castellana.

Estaba el templo a rebosar de gente y otra tanta se había quedado afuera por falta de espacio. Una iglesia humilde –la de Saelices, pueblo de tus ancestros– con sus altares barrocos y la Virgen del Pilar –tu Patrona– en un lugar predilecto. El dolor era tan denso que se podía cortar con un sable y los sentimientos de los asistentes estaban a flor de piel. Te vi contento aquella tarde. Sabes, mi general.

No faltó nadie en la despedida porque habían acudido todos los tuyos a la cita: Matilde y Lola –de noble estirpe tevergana– tus hijos, hermanos, cuñados, sobrinos, familiares, gente cercana, también tus compañeros de la Benemérita y un centenar de hombres y mujeres de Teverga también estaban contigo.

He visto emocionado a Juanjo Zapico –más solo que la una–; a Paco Escobar, en su silla de ruedas; a Pepito Nicieza, abrazado a Juancar; a Manolo, el de Virginia, con lágrimas en los ojos; a Narciso, serio y compungido; a… y a Paco Quirós y Tino Miranda, transidos y desorientados con tu pérdida. Yo me arrinconé junto a un confesionario y vi la ceremonia con tristeza pero con tu sonrisa dibujada en la vasija que contenía tus cenizas; que albergaban todo cuanto fuiste y nos dejaste. La nada como ruina de la vida y el todo con su esencia.

Cuántas páginas para el recuerdo, mi general. Cómo querías a nuestros valles y a sus habitantes. Cuán feliz eras cuando pasabas Ventana o cruzabas el desfiladero de Valdecerezales para echar la partida al subastao o al dominó; subir a La Muela a comer un bocadillo; ir hasta Redral a contemplar Sobia, donde florecen los restos de Néstor y un día lo harán –ironías del destino– parte de los tuyos bajo forma de polvo.

Qué nostalgia y melancolía aquellos buenos tiempos de la infancia. El recuerdo del cuartel que también era tu casa, el rumor del río, la sirena del taller, los balones en la Pumariega; las parejas de los guardias que velaban por la paz en el concejo. Y de entre todos, Herminio. ¿Tú sabías que tu padre había amortajado al mío en su lecho de muerte? Nunca olvidé la noble acción del guardia de primera con sus cintas rojas que descendían por el brazo de su guerrera.

Te vi contento, mi general, mientras yo distraía mi pena con tantos recuerdos, fijados mis ojos sobre la mesilla donde estabas, más gallardo que nunca, con tu fajín de general y tu tricornio sobre la enseña nacional. Quise, en un instante de recogimiento, sentir el calor de tu mano sobre la mía. Verdad que la tendiste. Verdad que no me dejaste solo con mi serena y sonora soledad. Les das las gracias, cuando puedas, a los dos generales, del Benemérito Cuerpo, que me saludaron en nombre tuyo y de vuestra amistad compartiendo mi pena y una merced sincera por los renglones –para mi torcidos, pero escritos con amor– que te había dedicado. Fueron ambos en verdad respetuosos y amables y su estrella de mando lucía al igual que la tuya. Decidme con quién andáis y os diré quiénes sois.

Gracias mi general y amigo por cuanto fuiste y por todas las bondades que dejaste. Ahora me doy cuenta de que estoy hecho de ti de tanto serte, de compartir sonrisas y lágrimas y un amor infinito. Que la Paz brille siempre en tu corazón y la luz de tus ojos ilumine nuestra senda.

Me gustaría un día, a poder ser lejano, encontrarme contigo por ese espacio misterioso donde dicen que se contempla el rostro de Dios. Sería una romería, como la de La Magdalena en Entrago –con la gaita de Fuxó, la Jarly y voladores– y tendríamos que hablar de muchas cosas.

Se miraban aquella tarde los chopos en las aguas del Esla y en Sobia las últimas flores de la nieve ascendían al cielo.

Amigo del alma, por siempre tuyo, mi general.

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