El rinoceronte que fue oso y otras mutaciones
Un recorrido por la evolución de la capital de Onís, remontando el tiempo desde las costumbres del pasado ganadero a las transformaciones operadas por el progreso y el turismo
Como el rinoceronte que empezó siendo un oso, Benia fue propiedad de los pastores antes que de los turistas. En la capital de Onís, las huellas del paso del tiempo son como las de aquel esqueleto fosilizado que se encontró en la cueva de La Peruyal, o «del oso», y que el pueblo creyó plantígrado hasta que la ciencia demostró que había sido un rinoceronte. Muy poco es lo que fue y Luis Huerta, tampoco. Así lo cuenta él, a su modo y con el conocimiento de causa que da ser onisense de aquí, pastor y campesino desde niño, emigrante y encargado de un rancho en México durante cuatro años y hoy presidente de la Asociación de Mayores El Güeña, 535 socios residentes en los concejos de Onís, Llanes, Cabrales y Cangas. De paseo por Benia, enseña una casona del siglo XVIII reconvertida en casa rural, la antigua rectoral que hoy es particular, un cuartel de la Guardia Civil venido abajo, un molino del que no queda rastro en el Güeña o una «casa nueva», sostiene el rótulo de la fachada, que «seguramente lo sería en algún tiempo», apostilla Huerta a la vista de su deterioro.
El recorrido parte a la búsqueda de lo que hubo detrás de lo que hay en Benia. Abandona la travesía de la carretera AS-114, Panes-Cangas de Onís, y se detiene en la capilla de San Roque, datada en el XVII y recién restaurada. La misa era aquí, recuerda Huerta, cuando la Guerra Civil quemó la iglesia de Santa Eulalia, la grande, que luego mostrará al llegar a la vega a orillas del Güeña y al otro lado de la carretera. Rubén Pulido, praviano, párroco de ésta y de dieciocho parroquias más en Onís, Amieva y Ponga -de «56 iglesias y capillas»- se cruza en su camino para repasar los detalles de una rehabilitación que ha remozado el retablo barroco, traído en su día desde el arciprestazgo leonés de Luna, y que ha añadido a la entrada una verja «para que la puerta interior pueda estar abierta todo el día» y la ermita se vea desde fuera sin riesgo para ella y su contenido.
Pasada la capilla se enfila, calle arriba y por el camino que lleva a Pedroso, el ascenso hacia Beniaencima, un barrio de topónimo evidente en el que la Casona de los Valles, siglo XVIII, luce su corredor y su escudo como el primer día gracias a unos emigrantes madrileños que la han transformado en alojamiento rural. A unos metros de allí, saludan, sentados a la puerta de su casa, Pedro Peláez, de 89 años, y Consuelo Niembro, de 85, que tampoco son lo que eran, pero casi, porque Pedro todavía presume de sus rutas en bicicleta.
Antes de llegar al antiguo cuartel, o más bien a su amenaza de ruina, José Luis Gutiérrez, Angelita Alonso y Francisco García lanzan la conversación hacia el mal estado de los ríos y acaban evocando, a modo de advertencia, las grandes inundaciones de agosto de 1983. «Las truchas andaban por la carretera», recuerda Angelita, y si conviene evitar que se repitan las evacuaciones y los daños millonarios, advierte José Luis, habría que prestar atención a los cauces «abandonados» del Ayones y el Güeña, los ríos que se unen en la parte baja de Benia y que atraviesan, perpendiculares, el mapa de la capital onisense.
El antiguo cuartel, sigue Luis Huerta, formaba parte de una misma propiedad junto a los inmuebles que todavía lo rodean, algunos en proceso de rehabilitación y otros abandonados. «En este edificio llegó a haber seis matrimonios», informa, pero el tiempo también ha hecho aquí su trabajo desde esa época en la que Benia era otra cosa. De vuelta hacia abajo, cruzado el Ayones, emerge el barrio de Cotorollu, donde varias casonas de piedra resisten rehabilitadas con mimo al alcance del turismo apacible y una antigua capilla se ha vuelto lagar. Tampoco hay ya reuniones vecinales en el Puente Conceyu, afirma Luis Huerta al pararse encima de él, de regreso a la travesía de Benia. La pasarela, por la que hoy la carretera salva el río Ayones, debe su nombre a los concejos abiertos donde en tiempos los vecinos tomaban decisiones sobre asuntos esenciales que concernían al pueblo. De camino hasta aquí, bajando por Cotorollu hacia la AS-114, Luis Huerta no ha olvidado que acaba de dejar a la izquierda la Casa de Cebos, que estuvo en los dominios del alcalde de Oviedo, Gabino de Lorenzo, y que tampoco fue siempre así. La edificación que precedió a ésta fue hospital en la Guerra de la Independencia, recibió bombas en la civil y la leyenda le atribuye otros usos, entre ellos el de haber albergado el tribunal de la Inquisición. Tampoco hay pruebas de que frente a ella, al otro lado de la carretera, la torre que hubo y no está -resiste La Tiendona la Torre- tuviese un paso subterráneo hasta Cebos.
Al otro lado de la carretera, donde casi comparten espacio el Ayuntamiento y la antigua casona que el progreso ha transformado en gran hotel con spa, el barrio de La Vega asiste a la fusión del Ayones con el Güeña y siguiendo el cauce de éste hacia abajo llegan el polideportivo, la bolera y un parque infantil que mantienen el uso lúdico de aquel prado desnudo en el que Luis Huerta jugaba de niño. Él también iba a estas escuelas pintadas de azul que la fachada anuncia de 1890 y que siguen teniendo alumnos de Infantil y Primaria. Los recreos, eso sí, eran entonces delante de la iglesia de Santa Eulalia, originalmente gótica del siglo XV, pero muy reformada. Una de sus fachadas laterales se abre a un pequeño bosque de plátanos que, como todo, también esconde su historia. «A cada niño le asignaban un árbol que debía regar y mantener vivo y yo todavía me acuerdo de cuál era el mío», afirma señalándolo.
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