En la encrucijada

José Ramón Estrada, profesor y líder vecinal, busca en la historia razones para creer en un nudo de caminos maltratado «que merece más servicios»

Marcos PALICIO / Campomanes (Lena)

El terreno de juego es la nacional 630. José Ramón González Estrada está otra vez en los años cincuenta, cuando pasaban «tres coches al día» y «ninguno subía de un golpe el Pajares». Aquel Campomanes no tenía ni la autopista del Huerna «planeando» en viaducto por encima de la iglesia, ni grandes puentes de ferrocarril de alta velocidad asomando sobre el barrio de El Moclín, pero ya era a su modo lo que ahora, «una encrucijada». González Estrada, «Monchi», profesor de lenguas clásicas en el Instituto de Pola de Lena y presidente de la asociación local de vecinos, ha regresado a aquel sitio «donde se cruzaba todo», donde a él se le abrió el mundo a los cinco años, al llegar desde Zureda, el pueblo natal, y encontrar esto que hoy, a los modos muy distintos del siglo XXI, permanece aquí. «Todos los caminos».

Campomanes ya redirigía las rutas de los dos valles que encabezaba: el del Pajares y el del Huerna. Al niño que jugaba en la carretera siempre le llamó la atención el tren y el oficio del abuelo, Ramón Estrada. Conducía el primer autobús Pegaso que llegó a Asturias por la línea que iba del valle del Huerna a Pola de Lena y una vez a la semana, el jueves, se aventuraba a llegar hasta Oviedo. Todo pasaba por aquí, el tráfico atravesaba entonces lo que hoy esquiva, y así se configuró este lugar con mucha materia prima por manufacturar. Monchi lo dice con una definición exacta de este pueblo accesible donde «lo teníamos todo para ser el centro no ya de El Conceyón, sino del universo. Imposible encontrar un lugar más "afayaízu"».

Esta encrucijada «siempre fue la capital natural del concejo de Lena», apostilla Estrada, con sus dos ríos, sus dos valles y su antigua vocación urbana vecina de puerta de «una zona de expansión rural maravillosa». Siempre tuvo su «solapada oposición» y su rivalidad con la capital administrativa del concejo, con la pola más nueva que concentró los servicios y levantó a este lado la sensación de los «ninguneados» de la periferia que sienten aún hoy, afirma el profesor, «que Campomanes debería tener más servicios de los que tiene». Es aquí donde el presidente del colectivo vecinal se desgañita en la queja por los daños colaterales que la modernidad trajo adosados a aquella virtud eterna que daba la geografía. Es en este punto donde se exacerba la protesta por los destrozos sin compensación que los tiene «ahogados en polvo y ruidos» desde que arrancó la obra que construye por aquí, por dónde si no, la variante ferroviaria de Pajares.

Campomanes, cabeza tractora «casi urbana» de sus dos valles, baliza eterna en el camino de tránsito de Asturias a la Meseta, es este punto de paso para lo bueno y lo malo. La geografía estratégica configura esa causa de efectos contrapuestos, capaz de explicar al mismo tiempo los méritos y los desastres de este pueblo que se construyó así porque estaba aquí, porque  su localización hizo pasar «por esta encrucijada a todo hijo de vecino». Da fe en recorrido cualquiera por el trazado urbano, tropezando con las pruebas concluyentes. González Estrada empieza por el principio, por el barrio de El Castión, al Norte, en las primeras rampas Huerna arriba, camino del santuario de Bendueños, que esconde en el topónimo vestigios del origen más primitivo de Campomanes, el de «un castro o fortificación prerromana». Al Sur está el «puente romano», medieval, salvando todavía el río Huerna en la comunicación con la Meseta, y adosados a él el palacio de Revillagigedo y la «torre del portazgo de los Bernaldo de Quirós», «donde había cambio de postas en el correo hacia Castilla». Y la iglesia, con restos de su fábrica «anterior al prerrománico de Santa Cristina de Lena», el rastro del paso de los árabes por el barrio de El Moclín, al Sur, y la capilla del Santo Cristo, que fue la del hospital de peregrinos en el ramal del Camino de Santiago que pasaba por aquí de León a Oviedo. Aparecerán los cuatro bloques de colominas obreras de los años cincuenta, inevitables en el paisaje urbano de las cuencas mineras, y hasta algún resto perceptible de «la España del desarrollismo en las dos ventanas modernistas de la casa de los Abella…».

Jovellanos dejó escritos elogios a las «regaladísimas truchas, buena leche y excelente fruta» que comió en Casa Felipe, «una muy decente posada» en Campomanes. Pasó todo el mundo, porque nunca hubo más remedio que pasar, por este cruce de ríos y de caminos, modelado por el cóctel cultural que se entrevera en el trazado de los lugares de paso. Pero eso, hoy, define mejor el «pasado noble» que el «futuro incierto» de Campomanes. Va siendo historia la posición central del pueblo «casi urbano» en relación con su entorno rural, pero por ahí sale también un camino hacia el fortalecimiento del porvenir. En la encrucijada no es sólo un retrato físico para una pola vieja con fuero del siglo XIII, anterior al de Pola de Lena; también un indicio de la situación en la que el pueblo se enfrenta a la necesidad de restañar las heridas que le han causado las obras de las grandes infraestructuras para poder reforzar lo que ha sido siempre, este punto bendecido por el paso y enriquecido por su situación central en la puerta de dos valles y del universo rural de la alta montaña. Hay pruebas en la historia. Campomanes era la gran referencia urbana de los servicios de las vegas del Pajares y del Huerna. Monchi bajó desde Zureda al darse cuenta de que su abuela, «qu´enxamás faló l´español», le había enseñado un asturiano más cerrado del que hablaban en la villa, de que aquí se reían a veces de los que bajaban del pueblo como en Oviedo de los que iban desde aquí, de que la lengua era «un índice de situación social» a partir incluso de las distancias más cortas. Este pueblo con ferrocarril y carretera era un mundo para el niño que conocería algún tiempo después aquel poema de Antón de Marirreguera, poeta del XVII, donde Babilonia se define por comparación, «pero no con Oviedo, sino por ser «venti veces mayor que Campumanes».

Con razón fue esto para él la medida de todas las cosas, aquel lugar en el que se le abrió el universo. Venía de Zureda, «donde todo cabía en un puño», y encontró «todo un pueblo a nuestro servicio», un «paraíso terrenal» con unos pocos coches y algunos trenes, un bosque encantado en El Castañeru, una casona noble «embrujada» -la de los Llanes Campomanes, hoy centro cultural- y dos bandos para las batallas infantiles. Dividía el cruce de la carretera del Huerna con la de Oviedo, «yo era el capitán de los de arriba». Mucho antes de Valgrande había «una pista de esquí rudimentaria en La Corripina», el pórtico de la iglesia era el cine y el templo «un centro cultural y de discusión donde adquiríamos tanta o más cultura que en la escuela». Era el centro y ahora vive arrinconado, lamenta Monchi. Ha pasado a ser periferia arrumbada y «rebozada en polvo» por las obras de las grandes infraestructuras. Lo primero es la pelea por la supervivencia; después hacer revivir el espíritu de la vieja villa caminera y servicial y «fomentar el turismo, resucitando el antiguo camino «francés» de Santiago», haciendo visible esto como puerta de la naturaleza poderosa de las Ubiñas y «las industrias no contaminantes con productos autóctonos».

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