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En la salud y en la enfermedad

Carreña debe su capilla y sus fiestas a la curación de la viruela de un cabraliego residente en Cádiz que se encomendó a la Virgen de la Salud

Marcos Palicio / Carreña (Cabrales)

Francisco Bueno de la Bárcena se curó. Fuera o no por intercesión de la Virgen de la Salud, aquí hay un pueblo que por haber tratado la viruela encomendándose a ella le debe una ermita de piedra y varios días de fiesta todos los meses de septiembre. La Salud de Carreña tiene mucho que ver con la de Bueno de la Bárcena, un cabraliego emigrante que enfermó en Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) en torno a 1830 y que al sortear la amenaza de la ceguera, dicen, mandó traer desde Sevilla una Virgen de marfil y construirle este santuario para alojarla. La imagen no es ésta que ahora procesiona todos los años el fin de semana siguiente a Covadonga por las calles de la capital cabraliega. La original, que entró en Cabrales a lomos de una caballería por la calzada de Caoru algún día del siglo XIX, desapareció durante la Guerra Civil, lo mismo que esta capilla reconstruida que hoy resiste enfrente del poder civil representado en el edificio consistorial de Cabrales y que cuenta con orgullo su leyenda desde una placa adosada a sus piedras, detrás de la reja que hoy cierra el paso.

El texto de la historia gana en detalles contado por Marilar Fernández, hostelera en Carreña y avezada investigadora de las historias de su pueblo, que se extiende en el relato mientras asciende por la calle de La Bolera, dejando a la derecha el Ayuntamiento, a la izquierda la ermita y dentro a aquella Virgen «nueva» que la capital cabraliega consiguió, informa, por la mediación de una vecina piadosa, María Santiago.

El núcleo primitivo de la capital cabraliega se localiza en la Ría, a casi dos kilómetros del centro actual

La capilla, el Ayuntamiento y una plaza multiusos recién cubierta componen el centro en Carreña y dan testimonio de lo que aquí dejaron los indianos, emigrantes sobre todo a México. Como Guillermo Esnal, que llegó a tener allí más de sesenta sucursales de los grandes almacenes Blanco y aquí parte de los terrenos que hoy ocupa esta plaza y que regaló para que se construyese. Esto es el centro ahora, sí, pero el pueblo nunca se libra de la vigilancia de la torre de su iglesia. Estratégicamente encaramada a una loma, acaso no por casualidad justo encima del Ayuntamiento, la parroquia de San Andrés y su esbelta torre cuadrada con reloj, otra donación de un indiano, lo siguen viendo todo desde arriba. «Hay un plano de 1687 en el que ya está dibujado este templo», informa Marilar Fernández, pero tampoco es el de siempre. De la iglesia primitiva de San Andrés de Porea, documentada en el siglo XIV, se pierde la pista a finales del XVII, pero unos restos óseos y una pila bautismal descubiertos en la parte baja del pueblo, junto al río Casaño, informaron de dónde estaba gracias a las obras de construcción de la carretera AS-114, Panes-Cangas de Onís.

Con el tiempo, el poder se estableció en esta plaza que aloja a un lado la iglesia actual y tiene en el extremo opuesto la respuesta a la pregunta de quién mandaba en Carreña hace al menos doscientos años. La Casa de los Bárcena, que deja a la vista su linaje en sus dos escudos de armas -el de los Bárcena y el de los Inguanzo-, perteneció a una familia de militares destacados en la Guerra de la Independencia que cruzaban la plaza para oír misa, pero que no entraban en la iglesia por donde el resto de la feligresía ni se mezclaban con ella. «Tenían una entrada para uso privado y una capilla adosada al templo en la que están enterrados algunos miembros de la familia», afirma Marilar Fernández señalando la capilla de don Pedro y el escudo que sobrevive a la entrada, señalizando esta «puerta VIP». Al otro lado de la plaza, el tiempo ha hecho su trabajo también con el edificio que fue casa señorial desde el XVII. El nuevo uso que le descubrió otra guerra, la Civil, le ganó el sobrenombre popular de «El cuartel» y hoy luce recién rehabilitada esperando ser casa de cultura y sede del aula de interpretación de la cueva de La Covaciella y sus pinturas rupestres.

Bajo la vigilancia insistente de la iglesia y al abrigo de la peña de Alba, el paseo por las historias ocultas de los edificios de Carreña descubre a unos pasos de los Bárcena La Torre, la construcción más antigua del pueblo -siglo XV- y en otro tiempo la sede, en lo que hoy es establo, de las juntas comunales de la localidad. Abajo, junto al cauce de La Ría, que atraviesa el pueblo de norte a sur hasta que vierte sus aguas al Casaño y que cruza el puente Conceyu, de fábrica bajomedieval, sobreviven dos escuelas, pero ya ninguna en uso. Las más antiguas, dice el rótulo, son de 1778 y obligan a volver a Andalucía, porque deben su fundación a Toribio de Noriega, cabraliego de Carreña residente en Sevilla; las «nuevas», de 1913, no tienen alumnos ni destino fijo desde el último fin de curso. Al remontar La Ría, entre ejemplos de arquitectura rural bien restaurada y nuevos bloques de apartamentos turísticos, Marilar Fernández llama la atención sobre dos edificios, uno a cada lado del río y sin ventanas de uno hacia el otro. Son el Casón y el Palaciu Pintu y sus dueños, dice ella, «no abrieron esas ventanas para no verse; se llevaban mal». Más arriba, «la cueva de los quesos», todavía en uso para madurar el Cabrales, guarda el recuerdo de «la primera quesera que a principios del siglo pasado exportó el queso a América» y que lo vendía sobre todo entre los emigrantes, informa Fernández.

Pero este camino va hacia el pasado, remontando a la vez el tiempo y el cauce de La Ría, e irá a morir al barrio que se llama como el río y que fue el principio de todo, el núcleo primitivo del que salió lo que ahora es la capital administrativa de Cabrales. La ruta encuentra Llanu Molín primero y La Ría después, hoy extrarradio y en tiempos el único centro del pueblo, sobreviven a casi dos kilómetros río arriba de La Llosa, el último barrio de Carreña por el norte. Siguen ahí sin vecinos pero con cabañas, unas restauradas sin uso y otras con funciones ganaderas. Aquí está el comienzo y no extraña, concluye Marilar Fernández. «Es más soleado y está mejor situado», pero el progreso, como casi siempre, terminó empujándolo casi todo hacia la carretera.

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