Felechosa es otra cosa

Santos Nicolás Aparicio, profesor y estudioso de las tradiciones de su pueblo, lamenta el daño estético del «espectacular» progreso que ha experimentado la localidad

Marcos Palicio / Felechosa (Aller)

«Al entrar en Felechosa / lo primero que se ve / es el Chalé de la Viuda / y el palacio del Marqués». La estrofa «se cantaba a la danza» y es, a la vista está, muy antigua. Hoy ha venido a poner banda sonora a lo primero que se ve de Felechosa y que ya no es el palacio ni el chalé. En Los Castiel.los, un antiguo castro enriscado justo encima del barrio al que da nombre la ermita de la localidad allerana, Santos Nicolás Aparicio ha recordado la copla al mirar su pueblo por encima de los tejados. Profesor nacido y criado aquí, estudioso del pasado del lugar y comprometido en la tarea de evitar que se pierda, compara la imagen real de una tarde soleada de principios de primavera de 2012 con la que congeló una foto histórica en 1958 y tuerce el gesto. Allí despuntaban aquellos dos edificios y el de piedra alargada de las escuelas; a este lado del siglo XXI «el Palacio ya no existe» y el chalé y el colegio, que sobreviven transformados respectivamente en hotel y albergue, «han sido rebasados y fagocitados por las nuevas construcciones». Desde aquí se comprende por qué sienten sus paisanos que esta vieja aldea de montaña «ha sido profanada por la modernidad», por qué confirman ellos, en la variedad dialectal del alto Aller, que «el puilo ta espiacéu», estropeado. Felechosa es otra cosa, sentenciará la conclusión común.

Nicolás es profesor de instituto en Oviedo, componente del consejo de redacción de la revista cultural «Estaferia ayerana» y estudioso vocacional de las tradiciones de su pueblo natal y atiende aquí por «santinos el del maestro». Será por esa sensación agria de aldea perdida que el hijo de don Santos y doña Amelia, maestros en esa escuela de piedra que hoy es albergue, se ha empeñado en retener la memoria del «Puilo», «escarbando en la pequeña historia local», preguntando e indagando para salvar lo que se pueda del acerbo etnográfico y la tradición oral, escrita y fotografiada de este lugar «irreconocible hoy para los que lo conocieron en otras épocas». Santos Nicolás está en Los Castiel.los y señala «la desordenada proliferación de edificaciones, de todas las características, en las vegas del pueblo», la barrera que impide identificar la Vega Lende, la Vega Baxo y todo «el suelo fértil de cultivo que tanto debió costar crear y organizar a los antepasados». Hoy, Felechosa es este sitio de tráfico intenso los fines de semana de invierno, movido a tiempo parcial por la nieve de San Isidro y Fuentes de Invierno, desfigurado pero más habitable, al que ya va a llegar tarde la planificación urbanística. «A buenas horas ha decidido el Ayuntamiento elaborar el plan de ordenación», lamenta Nicolás.

Mirando desde esta atalaya natural a la espalda de la iglesia también se comprende que Felechosa «ha progresado y evolucionado mucho», que haciendo un esfuerzo por apartar «la transformación urbanística caótica» «se vive mejor que antes», que la última gran población asturiana antes de la frontera con León en San Isidro ha experimentado una evolución «espectacular en comparación con otras localidades de este concejo o de otros limítrofes con su mismo pasado ganadero». La vista se ha ido sin querer hacia el Sur y ha descubierto en la finca de Las Pedrosas la obra en fase final de la residencia geriátrica del Montepío de la Minería, casi trescientas plazas, cien empleos directos y un spa de 1.500 metros cuadrados aprovechable para el abundante sector turístico del pueblo. Hay salidas. El edificio es un indicio. Hay otro en la definición del carácter colectivo, «abierto» para tratar con el forastero y «emprendedor». Combinados, los dos rasgos van a ayudar a ver, mirando desde donde mira Santos Nicolás, un futuro para Felechosa en el perfeccionamiento de la apuesta por el ocio, el turismo y el sector servicios, en la entrega a «la calidad de los productos y servicios, manteniendo precios competitivos». Desde aquí arriba no se ve, pero el profesor sabe que también están ahí «las iniciativas de las pequeñas empresas familiares ligadas a la producción de recursos agroalimentarios», que convendría «impulsar y apoyar» a los que ya elaboran y venden embutidos o miel o repostería y que también a este sector le cabe tal vez alguna otra vuelta sobre sí mismo. «Por qué no abrir, por ejemplo una panadería con harina de escanda».

Pero para saber lo que se puede hacer también ayuda un vuelo rasante sobre las tradiciones de este viejo pueblo ganadero devenido en núcleo turístico para las vacaciones invernales. ¿Por qué no la ganadería de carne? El profesor está acostumbrado al diálogo con los «vaqueros» que le quedan a Felechosa y la soltura del etnógrafo vocacional le dice que a lo mejor por ahí también se puede. Que en este siglo XXI, los pastos de los puertos y mayaos del alto Aller siguen siendo un recurso aunque la ganadería de montaña, tal y como está concebida, subsista también aquí gracias a las ayudas de la Política Agraria Común de la Unión Europea. «Uno de los problemas del ganado de carne», reflexiona Nicolás, «es que está sujeto a los vaivenes del mercado, al bajo precio que adquieren los xatos en la venta al final del verano. Se suele decir que este sistema de cría traslada los beneficios a los que engordan esos terneros, a los cebaderos. ¿Por qué no pensar, entonces, en que el ciclo de cría-engorde se puede realizar en la propia explotación, o en cooperativas de explotaciones en el pueblo, o en el concejo?». Es el homenaje del siglo XXI a la memoria de la esencia de este pueblo que en la vieja «Trova de Aller», los versos recogidos aquí por Juan Uría Ríu, aparece retratado así en contraste con los de su entorno: «En la Pola son curiosos / que ensiertan los castañares, / en Pino son hortelanos / y en Felechosa vaqueros».

Sabe de sobra el profesor allerano que esto no volverá nunca a ser «el puilo d´anantes», el que vivió «hasta bien entrados los años setenta siguiendo los usos tradicionales propios de una comunidad eminentemente ganadera», pero también que no puede perder de vista su historia sin traicionarse a sí mismo. Por eso su trabajo trata de retenerlo, para que los topónimos de los mayaos de Felechosa no mueran con los últimos «vaqueros». Para que la vista de hoy desde el barrio de La Ermita, con sus bloques de apartamentos en altura y su tráfico de paso hacia el puerto de San Isidro, no equivoque a los que no reconocen las casas de piedra que se ven en las fotografías recopiladas por el profesor, ni saben para qué sirven el zurrón y la guiá, ni imaginaban las clases de al menos treinta niños y muchas más niñas que posan delante de la vieja escuela reconvertida hoy en albergue. Es por todo eso que a Santos Nicolás Aparicio le complace haber tenido que editar una segunda edición de «Los vaqueros de Felechosa», la compilación en DVD de sus estudios sobre la vida tradicional de los ganaderos de montaña en más de tres centenares de fotografías sobre el folclore y el acerbo cultural del «llugarín de Felechosa» que, en esto sí acierta aquella otra copla, quizá ahora mejor que nunca, «de lejos parece villa».

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