«Me quedo en Figueras»
José Luis Pérez de Castro, jurista y bibliófilo, desentraña los motivos de su felicidad en la villa «pacífica y tranquila» a la que nunca se ha arrepentido de regresar
Antepasados de tres generaciones observan desde las fotografías de las paredes, vigilan en los portarretratos de las mesas y hasta se esconde una historia de familia detrás del grabado de un barco de vela, el «Antonia», que en tiempos capitaneó el bisabuelo José Antonio Castro. En la primera sala de la izquierda, después de entrar en su casa de Figueras, José Luis Pérez de Castro ha dado con el escenario ideal para entregarse a una leve «sensación de añoranza» pasajera, que no tardará en sucumbir derrotada por la serenidad de quien se sabe «feliz» haciendo lo que quiere hacer en el sitio donde quiere estar. Jurista y bibliófilo, abogado en ejercicio a los ochenta años recién cumplidos y residente por vocación y decisión propia en su pueblo tranquilo y pacífico de siempre, Pérez de Castro ha regresado hasta el día lejano en que decidió que no le gustaba la vida de Madrid y pronunció las cuatro palabras mágicas: «Me quedo en Figueras».
«Nunca me arrepentí». Al salir a la calle Alameda, antes Barrionovo y siempre la suya, vuelve a verse correr y jugar de niño por esta avenida recta y llana de la zona alta de la villa, a la espalda de la Torre del Reloj, que precede al violento descenso de Figueras hacia su puerto y su parte de la ría del Eo. No importa que este pueblo «de veraneantes» que se percibe ahora aquí, vacío al sol del mediodía, ya se parezca poco a la villa marinera pescadora y campesina que tuvo salón de baile y cine, mariscadoras, rederas y costureras, barqueros para cruzar la ría hacia el mercado a Ribadeo y «ni un solo coche» por esta calle silenciosa donde con frecuencia se oía un piano tocando tangos y pasodobles y los niños podían saltar a la comba y jugar al escondite sin peligro... «Por un lado me gusta más aquel pueblo», concede Pérez de Castro, «pero por otro no, porque me agrada la paz y tranquilidad de Figueras y eso permanece». La nostalgia se cura pensando que el cambio, «en líneas generales, ha sido para mejorar la vida de todos los figuerenses y yo lo acepto con mucho gusto».
Tratándose de un coleccionista y compilador pertinaz, que no ha contado sus libros pero que tiene casas llenas de ellos y «según algún cálculo» unos 65.000, el relato de la transformación que el paso del tiempo ha operado en su pueblo no podía ser otra cosa que una enumeración exacta y precisa de lo que había en su infancia y lo poco que queda en el siglo XXI a este lado de la ría del Eo. Hubo «una docena de embarcaciones pesqueras de artes mayor y menor» y hoy «casi no resisten más que las de los aficionados». «Las veinte personas que se dedicaban a la agricultura son ahora exactamente dos. Figueras fue un pueblo con dos fábricas de conservas, dos ebanistas, dos hojalateros, dos albéitares y tres zapateros» de los que no se puede seguir el rastro y hubo cinco profesionales de diversas actividades donde ya sólo ejercen un médico y un abogado. Aquél, enlaza el jurista figuerense, era en algún sentido un pueblo matriarcal en el que «la mujer de Figueras era una clave insustituible en la vida de la villa. Iban vendiendo la pesca por los pueblos con la mercancía en la cabeza, acarreaban agua dos veces al día hasta aquellas casas todavía sin suministro, eran mariscadoras y rederas, iban a varear y lavar la lana de los colchones al río de Berbesa, recogían algas del mar para abono en el campo» y en esta población por definición «cantarina» «había un coro de cantoras de Figueras». Lo dice alguien que creció en una casa de mujeres, que conoció poco a su padre -«se murió cuando yo tenía diez u once años»- y cita entre los personajes necesarios de su memoria en la villa sobre todo a «mi madre, Concepción Castro Villamil, y a mis dos abuelas, Ramona Sanjurjo y María Villamil», sin dejar «a mi tío Carlos» ni olvidar que «los dos abuelos también me mimaron a tope».
El tiempo ha sustituido aquella villa por otra «completamente distinta», pero da igual. José Luis Pérez de Castro, que entre sus múltiples ocupaciones ejerció la de director del Real Instituto de Estudios Asturianos (RIDEA), confirma que «vivo muy feliz aquí», que «sería imposible vivir en otro lugar como vivo en Figueras» y que lo supo muy pronto, para su fortuna. Le bastaron algo más de cinco años para tomar la decisión de dejar en Madrid un puesto en el Banco Exterior ganado por oposición y un puñado de «recuerdos entrañables» en contacto con la intelectualidad de un momento en el que descollaban «Ramón Menéndez Pidal, Marañón, Julio Caro Baroja, García-Bellido...» Echa de menos únicamente algún acto social -«intelectual, por supuesto»-, que se compensa sin dificultad entre los muros de esta casa que por la puerta del jardín se llama muy significativamente «La perseverancia». La de este erudito feliz le ha dado para tener casas donde sólo viven libros, para coleccionar decenas y decenas de tesoros, desde cuadros a herramientas, y para publicar unos setecientos títulos entre artículos, monografías y libros. Al pasar entre estanterías repletas, recontando, Pérez de Castro señala más de 35.000 volúmenes sólo de Asturias y cuatro metros de estantería únicamente dedicados a Jovellanos, páginas y páginas aunque «el valor de una biblioteca», precisa, «no se mida tanto por el número de volúmenes como por su calidad».
Junto a ellos, el jurista sigue aquí por vocación, viviendo y trabajando donde casi siempre vivieron y trabajaron los hombres y mujeres de este árbol genealógico que Pérez de Castro acaba de buscar, encontrar y desplegar para que se vea que existe y que mide cinco metros. «Conozco los nombres de mis antepasados desde 1527 hasta mi nieto», asegura el abogado, que aún ejerce a los ochenta porque su profesión todavía «me permite tener contacto con las personas y no estar encerrado con los libros». Sigue aquí, donde toda la vida; aquí donde «fui siempre un hombre feliz», resume. «Me gustaría morir en Figueras».
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