Hugo Fontela, primeros trazos
El artista moscón retrocede hasta su primera clase de pintura en la villa y evoca sus inicios, «los paisajes y las vistas urbanas» de cuando «todo giraba en torno a Grado»
Una cruz enorme, labrada en piedra, se levanta al borde de la carretera y señala el Camino. Orienta a los peregrinos de paso por Grado hacia Compostela, pero marca también, sin querer, la ruta del joven aprendiz de pintor que tiene doce años, acaba de empezar el instituto y precisamente aquí, «en un viejo molino que está detrás de la cruz», debuta en clase de pintura. Desde aquellos doce años han pasado otros doce y Hugo Fontela (Grado, 1986), el joven pintor, vive y trabaja en Manhattan con el rabillo del ojo en la orilla del Cubia. El artista mira su villa desde allí, con perspectiva, mucho menos despistado ahora y ya definitiva la conclusión de que aquel día en el molino de La Cruz le salió cara. «Allí fue donde cogí por primera vez los pinceles y desde entonces ya nunca más los he soltado».
La culpa que tuvo Grado es la de los escenarios que forjan personalidades artísticas. De vuelta al lugar donde empezó todo, Fontela se reencuentra con aquellas primeras obras de juventud «muy vinculadas a la villa: los primeros paisajes, las vistas urbanas... todo aquello giraba entorno a Grado», rememora. Y Grado, también para los niños, era el mercado. El pintor moscón pasea ahora por Nueva York sabiéndose afortunado por haber crecido en este punto del centro de Asturias y poder contar que el primer fotograma que alcanza a recordar pertenece a un domingo por la mañana y sale él, «muy pequeño», «bajando con mi familia al mercado». En el plano siguiente, Hugo va a misa «con una de mis tías y después a tomar un pastel a la antigua cafetería Tejeiro. Me acuerdo del bullicio de la gente, de cómo me tenían cogido de la mano para que no me escapase, porque de chiquillo era muy travieso, y de cómo esperaba con ansia que acabase la misa para salir al mercado a ver los puestos y a jugar».
Todavía no habían llegado los pinceles ni los premios ni las exposiciones ni la unanimidad del aplauso al éxito precoz. El niño inquieto del mercado aprendió el oficio en las escuelas de arte de Avilés y Oviedo antes de tomar la decisión de seguir en The Arts Students League cruzando el Atlántico. A por Nueva York con diecinueve años y a desembocar en este estudio para crear en Manhattan, un lujo a los veinticuatro. Si mira sólo con los ojos de la memoria, Hugo Fontela pintaría Grado para que se viera «una infancia maravillosa, muy tranquila y muy bonita. La recuerdo con mucho cariño, con mis padres, mis abuelos, a los que por fortuna conservo, con los compañeros del colegio...». Son todos ellos los que mueven la mano que guía el pincel a través de los recuerdos. «Muchas personas, sobre todo de mi familia, pero también otros», continúa el retrato apresurado de Fontela. «Están los profesores del colegio, mis amigos, algunos amigos de la familia que me vieron crecer... Mucha gente, pero si tuviese que elegir, fuera del entorno familiar más próximo tal vez escogería a un profesor del que guardo un muy buen recuerdo, don Vicente Quirós. El pobre ya se murió».
Pero el cuadro estará incompleto si sólo dibuja la villa. Para tenerlo todo cubierto deben aparecer también, sobre todo, los pueblos del entorno que tanto han dado de comer a la villa y a su mercado. «Nacen en torno a sus vegas y valles y merecen mucho la pena. Los hay maravillosos», señala el artista moscón. A saber: «Bayo, la vega de Anzo, Villanueva con su torre o el palacio del conde en Agüera. Y El Fresno y su iglesia, que fue donde hice la primera comunión y donde pasé gran parte de mi infancia, porque mis bisabuelos, a los que conocí, eran de allí... No sé, son tantos sitios y tan especiales que no podría elegir sólo uno».
Lo que sí se puede identificar sin dificultades es el anclaje que el pintor trotamundos ha escogido para sí mismo. Ese lugar imprescindible adonde volver, el «punto de referencia». Puede que la naturaleza y la suerte hayan elegido a medias con él, pero el resultado es que sus billetes son de ida y vuelta y Hugo Fontela siempre acaba regresando a Grado. «Siempre que puedo», puntualiza, «porque me gusta, porque quiero, y porque necesito tener en mi vida, que transcurre por muchos lugares del mundo, un punto de referencia, una conexión pura con mis raíces y sin ella no podría estar tranquilo y feliz».
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