«El Ferreiro» y la memoria recluida
José Naveiras, fundador y ex director del Etnográfico grandalés, lamenta el declive de la cultura agraria en esta villa, que sólo conserva del campo «lo que queda en el museo»
-¿Aquel prado es suyo?
Un transeúnte preocupado preguntó en la fragua de José Naveiras Escanlar, «Pepe el Ferreiro», después de encontrarse una vaca muerta al pasar por una finca a la entrada de Grandas de Salime. «Era viernes, no vinieron a buscarla hasta el lunes por la mañana». Naveiras, fundador y ex director del Museo Etnográfico de la villa grandalesa, ha utilizado la anécdota para ilustrar el desinterés por la decadencia del campo en este lugar donde casi todo lo que queda de agrario está recluido en un museo. «Así nos va». Pepe remata el relato con el gesto torcido, mirando a su alrededor con la amargura del que puede poner caras y nombres al declive sin necesidad de salir de su barrio, de éste que fue siempre el «del hospital» -por el de peregrinos-, pero que ahora se llama «El Ferreiro» como su padre, su abuelo y él, según su versión, a causa de un error difundido a través del tiempo.
«Cuando yo me crié aquí, tenía 24 niños para jugar; ahora queda una persona». La progresión geométrica del desencanto rural tiene números exactos, calcula que «en los últimos cincuenta años, en todo este concejo han cerrado 92 negocios. A cuatro o cinco personas de media por cada uno saldrían cerca de cuatrocientas, más o menos los habitantes que tiene hoy la villa de Grandas». José Naveiras retrata la villa desde la puerta de la casa familiar y de la fragua que le da el sobrenombre; se ve el arranque de la avenida que también se llama «El Ferreiro» y que conduce al Museo Etnográfico, aquella misión al rescate del pasado que emprendió en 1986 sin llegar a imaginar nunca que acabaría sumando 11.000 piezas y que con el tiempo se ha demostrado indispensable. «Lo único que queda vivo es lo que te puedes encontrar allí», lamenta.
Está vivo porque todo lo expuesto es de verdad y funciona. Dentro hay un molino que muele, un horno que puede hacer pan, telares que tejen y una sastrería, un bar o una tienda de ultramarinos con instrumentos y mercancías reales, literalmente detenidos en el tiempo. De puertas afuera, no. «No quedó nada de todas aquellas historias que me contaban los paisanos, nada de lo que oí en esta fragua cuando venía a ayudar a mi padre con doce o trece años». Ni rastro de los cinco sastres y los cinco carpinteros que ejercieron aquí «en pleno apogeo del salto de Salime» ni, en fin, de aquel pueblo «autosuficiente» que tenía negocios de «vinos, licores, zapaterías, materiales de construcción....» Así no cuesta imaginar que el museo, como dice «El Ferreiro», se hiciese solo, que «no había más que recrear lo que había». «Cuando me preguntan cómo conseguimos recrear la tienda o el bar, por ejemplo, siempre digo lo mismo: cuando era niño, me mandaban a los recados y como el crío era siempre el último al que atendían y no llegaba al mostrador, me quedaba mirando para todo». Ahora que sus recuerdos son piezas de museo, Naveiras se reconoce a duras penas en aquel «idealista que creía que se podía hacer un país nuevo», pero no duda de la vigencia y la razón de ser de estos 3.100 metros cuadrados de exposición que una vez un alemán admirado, rememora Pepe, necesitó tres días completos para recorrer y entender plenamente.
Allí vive encerrado un universo agrario que no volverá y que de algún modo «había que salvar de la ruina» justo en aquel momento, asegura. Hacerlo fue «emocionante e importante», pero resulta que ahora tampoco está él. Pepe el Ferreiro fue destituido como director del centro en enero de 2010 levantando de golpe una sonora controversia, un movimiento de apoyo ciudadano y a la vez toda una fractura social en la villa grandalesa. «Me quedaron dentro hasta las gafas». Todavía protesta, pero se dice al tiempo complacido, una vez que el despido le ha dado para recoger manifestaciones de aliento, que no sabía que existían pero que le sirven, aunque algunas «sean interesadas», para testar afectos en el entorno. Las pancartas con su silueta y su despedida de siempre -«haxa salú»- que todavía empapelan algunas fachadas de Grandas componen, a su juicio, un mensaje «grandioso» sobre «el aprecio que me han mostrado aquí y fuera».
Desde este presente con muy poco rastro de lo que hubo, la mirada del Ferreiro sobre Grandas busca cobijo en el pasado a la mínima oportunidad de librarse del desasosiego que da, dice, «ver que no hay futuro en Grandas de Salime». Buena parte de la población que tuvo este lugar está «desaparecida» en eso que él llama el «triángulo de las Bermudas» y que tiene los vértices en Oviedo, Gijón y Avilés; a los que se han quedado «se les ha engañado vendiéndoles la alternativa del turismo cuando no hay tal cosa», concluye.
Tal vez por esa desazón que da el presente, Naveiras no duda cuando hay que escoger un refugio: «El castro». El Chao Samartín «emergió» en el monte, a unos pocos kilómetros de Grandas, como un aparente sinsentido, «con aquellas paredes que desde crío siempre me habían llamado la atención» y la sensación de que allí había «algo importante». Recuerda «la primera vivienda, hallada entre dos surcos de patatas», la emoción ante «el hacha de bronce que me enseñó un vecino en una finca de labor» o el hallazgo que confirmó que había en el asentamiento prerromano un servicio parecido al saneamiento que no llegó a Castro, el pueblo vecino, «hasta hace diez años».
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