Infiesto, de memoria
Juan Luis Rodríguez-Vigil, ex presidente del Principado, repasa la vida «muy libre» de su infancia en la capital piloñesa de los años cincuenta
Aquel Infiesto era «un paraíso». Para apreciarlo, eso sí, había que tener 12 años y ninguna preocupación que no fuera Bernabé, un famoso bandolero «que decían que raptaba a los niños». El túnel del tiempo ha devuelto a Juan Luis Rodríguez-Vigil Rubio, ex presidente del Principado, al número 36 de la calle Covadonga, encima de lo que hoy es el café Denver, a la casa de toda su infancia en Infiesto. Él había nacido en Valdepeñas (Ciudad Real), pero desde muy pronto el trabajo de su padre, secretario del Ayuntamiento, desplazó los juegos de aquel niño hacia esta orilla del río Piloña. Allí creció hasta los 12, en el mundo «muy libre» de aquella villa «con su vida comercial muy grande» que se quedó parada en los cincuenta del siglo pasado, pero que asalta con nitidez y precisión la memoria a la vista de los escenarios de la infancia. «Podría decir quién vivía en cada casa», rememora el jurista y político asturiano. Y procede. En el número 24 estaba Peláez, que daba miedo porque era el dentista; enfrente Manolín, «el del bar La Ovetense», y más allá «la tienda de la viuda» y cerca del río vivía «El Formigu», un zapatero muy avaro, decían, «que tenía sacos llenos de duros amadeos»...
Pasada la plaza Mayor, en el colegio de Las Monjas, que fue el suyo hasta párvulos y hoy es el centro de desarrollo de la madera y el mueble, estaba la madre Encarnación, que era «altísima», y unos pasos más atrás, en «aquella ventana del Ayuntamiento, el despacho de mi padre», el destino inevitable cada vez que el niño Juan Luis «hacía alguna trastada».
Toda aquella forma de vivir la infancia, exacta en algún sentido «a la que contaba Pío Baroja», ha quedado «congelada» en la memoria de Rodríguez-Vigil, que ahora cruza el Piloña por donde «soltábamos los patos» y se vuelve a ver «remangando los pantalones» para atravesarlo por aquí. Ahora hay un puente hasta la plaza del ganado, que entonces estaba empedrada y era «preciosa», con aquellos negrillos gigantescos. Hoy aparcan coches, no es lo mismo, y sobreviven el «bebederu», «que antes estaba en el medio», y una fuente sin agua, esta sí, como siempre. «Nunca la tuvo, o por lo menos yo no la conocí», asegura. Al desembocar en la calle Covadonga, hoy como entonces la arteria comercial por excelencia de la capital piloñesa, regresan el regusto «bárbaro» de los pasteles de Casa Collada y los autobuses descapotables de la ruta hacia Covadonga, que paraban bajo el balcón de la familia Rodríguez-Vigil Rubio. La farmacia permanece prácticamente intacta y Vigil ha entrado a agradecerle el gesto a su propietario, Nacho Rodríguez Noriega. De vuelta al Piloña la memoria devuelve la captura del pato y, río abajo, cuenta la prehistoria del Descenso del Sella, que ya empezaba la fiesta aquí mucho antes de que existiesen «Los Tritones».
Mientras acompaña por su orilla al río de su infancia, Juan Luis Rodríguez-Vigil desciende el Sella desde aquí, como fue en el principio, y rememora los días de verano en los que, a cambio de la gozosa invitación a una chocolatada, los niños cargaban con hortensias para hacer los primeros collares del Descenso. De la manufactura se ocupaban, cosiendo, «Pilarín y María Cristina, unas vecinas mías», una vez que los críos habían cargado con las flores desde la finca de la piscifactoría, ese vergel de entonces que hoy a duras penas sobrevive al abandono del paso del tiempo junto a la carretera de Espinaréu. A les piragües ya iba entonces el tren, al principio un mercancías, y antes del alumbramiento festivo de «Los Tritones», el Descenso también se animaba desde Piloña con un desfile de gigantes y cabezudos que eran la historia desordenada de Asturias -«Favila, el oso, don Pelayo y una mujer»- y que viajaban, recuerda el político asturiano, «en el último vagón» del convoy festivo.
Por el nuevo paseo fluvial de Infiesto, después de bajar a volver a pisar la orilla, el ex presidente del Principado ha llegado hasta el día en el que abandonó la villa, a sus 12 años, para cambiarla por el Oviedo de los últimos cincuenta y primeros sesenta, «interno en los Maristas». Pero este pueblo al que el azar le trajo a pasar la niñez nunca dejó de tener su lugar en el fondo de esta memoria caprichosa y desordenada que tiene sus preferencias y, ella sabrá por qué, siempre acaba por volver al río. Aunque allí ya no quede ni rastro del pedreru ni de aquel nido de martín pescador, ni del vapor en miniatura que hizo Andrés de la Fuente, que «echaba humo» y llegó a surcar el Piloña.
En ese mismo recodo se han hecho fuertes algunas fiestas. Las del barrio de Triana de antes de la Feria de Abril, «los cantares de ciego, que yo todavía conocí», los muñecos mecánicos de las barracas de las ferias o la lucha libre con «Peltop, cabeza de hierro», en «la parte de arriba de la plaza de abastos». Un día sin clase también podía tener su excursión a la montaña con el grupo Vízcares, que todavía existe en Piloña, cantando. «Somos del grupo montañero de Les Vízcares, / a los que el sol alumbra ya en su amanecer. / Vamos con afán la cumbre a ascender, / que allí encontrarás el más noble placer. / Pues al escalar se brinda el amor / bajo un cielo azul / entre montañas e ilusión...». O algo así.
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