Del aluvión a la ecuación
Alberto Coto, campeón mundial de cálculo, y Eliecer, su padre, comparan en Lada el pueblo de pasado bullicioso con este distrito «adormecido» de futuro incierto
Lada cura, y no es de ahora. Mucho antes de que Bayer eligiese este lugar para fabricar aspirinas, aquí ya había cola para bajar a beber agua sanadora de la Fuente del Güevu. Hubo un tiempo en que no se cabía en el parque Sergio Montes, esta explanada que va del río Montés a la calle Gabino Alonso y que está recién pavimentada, arbolada con plátanos y vacía. Al comienzo de la fila, junto al manantial, una aguadora cobraba unos céntimos por llenar, «gota a gota», vasos y botellas de este agua que no sabe tan mal como huele y que alivia, dicen, sobre todo enfermedades de la piel. Subiendo las escaleras que van de la fuente al parque, ya en el presente, Eliecer Coto no tardará en completar con muchos más detalles el retrato de esta villa peculiar que es la suya, que fue pueblo antes que distrito urbano y que ha edificado la realidad envejecida y callada de hoy superponiendo capas de materiales distintos. Sobre su base de tradición social campesina se incorporaron las aportaciones de aquel primer aluvión en la prehistoria del turismo termal y a éstas se sumó después la otra «invasión» de los emigrantes que ocuparon «hasta los hórreos» cuando vinieron por miles a trabajar en la industria poderosa de Langreo. Son las vidas de Lada, las siete vidas de los «gatos» de esta población que en el acervo popular langreano ha adoptado al felino como gentilicio.
Eliecer, 45 años de sus más de ochenta en los Talleres del Conde de Duro en La Felguera, recorre Lada junto a su hijo menor, Alberto, campeón del mundo de cálculo mental y varias veces récord «Guinness», que explica por qué no dudó cuando llegó el momento de hacer una casa y decidió apoyar la suya, literalmente, en la de sus padres, en la calle La Portilla del barrio del Ponticu. En Lada por «puro arraigo familiar» y por la tranquilidad de esta zona donde «se vive muy bien», pero también «porque mi trabajo está fuera», de viaje en el extranjero «seis o siete meses al año». Porque pudo elegir. Nada que ver con los motivos del padre, que tenía el puesto a la puerta de casa y la casa puesta aquí por necesidad. La villa de Eliecer era aquélla mucho peor servida y comunicada, pero superpoblada por la industria; esta de Alberto, que lo tiene casi todo cerca, ha pasado a la fase «adormecida». Son las suyas hoy dos viviendas pegadas con terreno y huerta, remembranza del germen rural que esconde este pueblo con decorado de humo de central térmica y trasfondo ilustrativo del salto que dio la periferia urbana de Langreo desde aquella economía campesina a esta versión mixta de la combinación con la industria decaída.
Aquí, «¿dónde si no?», está el refugio de Alberto Coto para esos momentos escasos en los que no viaja, para los paréntesis de sus rutas por Latinoamérica utilizando sus «poderes» como «gancho» en cursos y charlas que instruyen a adolescentes y universitarios sobre las capacidades de la mente. Al regresar, al abrigo de Lada, le pasa a veces como en el colegio, cuando no le parecía que él calculara especialmente rápido, sino que eran los demás los que iban demasiado lentos. Ahora que tiene adónde ir a comparar, que va y vuelve y mira a su alrededor, el mundo camina aquí «adormecido, como si estuviera viviendo en un letargo permanente. Y me refiero a la mentalidad», precisa. Es la desorientación que sigue a la rebaja de las alternativas industriales en el entorno, la certeza de que falta algo aunque de Bayer coman 160 familias y Alberto siga sabiendo con seguridad que ha vuelto a casa cuando ve asomar las columnas de humo de la central térmica. «No echa tanto como antes», es cierto, pero todavía tira levemente de toda esta zona «en plena transformación», aturdida por el corte abrupto de sus fuentes tradicionales de riqueza y en el trance de decidir cuál es el camino mientras pasa el tiempo y pesan «las prejubilaciones, la natalidad muy baja, el éxodo de la juventud, el envejecimiento».
Coto ha formulado la ecuación de Lada con un planteamiento que podría servir con matices para los otros distritos que circunvalan Sama y La Felguera, el centro más urbano de la ciudad de Langreo. Al tratar de despejar la incógnita, en este terreno donde no todo es tan seguro como en las matemáticas, el campeón mundial de cálculo mental observa que «falta iniciativa privada», que tal vez «hemos estado demasiado acostumbrados a la pública» y que ahora cuesta abrirse camino. «Se trata de valorar a la gente que crea», de crear y de creer; es «apoyar a los que tienen ideas y ver al emprendedor de una forma positiva». Llevado a su terreno, a la evidencia irrebatible de los números, hoy el núcleo administrativamente urbano de Lada son 1.923 habitantes, cerca de ochocientos más sumando la porción más agraria de la parroquia. Hace once años, el siglo arrancó aquí con más 3.500.
Su casa, su huerta y las manzanas que alimentan la sidra casera de Eliecer Coto dan fe de que aquí «el germen es rural» aunque después, sucesivamente, haya habido un tiempo en el que se ofrecían casas a los veraneantes que venían a tomar las aguas y otro en el que todo esto «parecía una romería cuando tocaban los pitos de las fábricas». Era cuando «la casa de mi abuela», dice señalando un edificio granate de la travesía más urbana de Lada, «se alquilaba a los que venían» a tomar las aguas de la Fuente del Güevu y en este pueblo «había tres o cuatro boleras», bares y niños, «que ahora no ves un chiquillo por la calle», lamenta. Lada, toponímicamente un derivado de «aquam latam», «agua gorda» por el líquido sulfuroso que ha brotado siempre del manantial, mantiene a la vista los restos superpuestos de la población campesina preindustrial que fue antes de convertirse en «la metalúrgica y carbonífera villa de Lada». Que eso era ya esta población cuando Armando Palacio Valdés la retrató en su novela «El idilio de un enfermo», ambientada aquí a finales del siglo XIX: «Allá, a lo lejos, los ojos del joven columbraron un grupo de chimeneas altas y delgadas como los mástiles de un buque y adornadas de blancos y negros y flotantes penachos de humo. En torno suyo, una población cuya magnitud no pudo medir entonces. Era la metalúrgica y carbonífera villa de Lada. Mucho humo, mucho trajín industrial, mucho estrépito, muchas pilas de carbón, muchos rostros ahumados».
Un especialista en cálculo mental puede brotar en cualquier parte. En Lada «era bastante típico que el objetivo de muchos compañeros fuera ser mineros» y Alberto Coto, quién sabe si porque eso de la procedencia obrera «te impregna un poco», acabó estudiando Ciencias del Trabajo. Hizo eso y Empresariales, pero encontró su futuro «sin querer» en esta profesión «ambigua» una noche mientras veía la televisión y se sorprendió haciendo las cuentas a más velocidad que aquel concursante de «Qué apostamos» supuestamente hábil con las matemáticas. Ahí supo que era él el que iba rápido, no el resto del mundo el que calculaba demasiado lento. Ahora recorre el mundo enseñando lo que sabe, ha publicado nueve libros y siempre puede volver a Lada.
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