Misa en el lagar, verbena en la carretera
Alberto Torga, sacerdote jubilado, regresa a la villa de su infancia en la posguerra y a la que añoró después durante su ministerio en Holanda y Alemania
Para los niños de Nava, los de aquella infancia difícil de la posguerra, hacer la primera comunión en un lagar era lo normal. No había iglesia, incendiada y arrasada durante la Guerra Civil, en agosto del 37, y en la villa el local más grande para hacer las veces de templo era aquel lagar de la calle La Riega que hoy es la sidrería La Figar. Allí comulgó y se confirmó Alberto Torga Llamedo (Vegadali, Nava, 1933), allí iba a misa y a catequesis mucho antes de ser en Asturias párroco y profesor de Religión y en Holanda y Alemania, durante más de cuarenta años, capellán de emigrantes y párroco de hispanoparlantes. El niño que viste de primera comunión sabe por qué la celebración es en este espacio diáfano que en nada se parece a una iglesia. Se acordaba entonces y sigue teniendo grabada ahora la imagen que vio siendo muy pequeño desde una ventana, varios hombres picaban las pocas piedras que no se había llevado el fuego y «arrasaban» la vieja iglesia románica de San Bartolomé, el germen de Nava.
Para el niño, lo mismo que para sus padres, esto no es Nava sino La Prazuela, el topónimo más primitivo de esta población que en el principio creció alrededor de un monasterio benedictino. Ya no están el convento medieval ni su iglesia, y resiste muy modificado aquel lagar donde también vio aquel niño sus primeras películas, pero La Prazuela de San Bartolomé nunca se ha ido de la memoria de Torga. Nava fue y sigue siendo el anclaje con sus principios, el lugar adonde volver desde que a los 11 años tomó el camino del Seminario, más tarde los de Tapia de Casariego, Gijón, Boo de Aller, Onís y luego, desde 1966 hasta su reciente jubilación, el de la Europa floreciente de la segunda mitad del siglo XX.
Nunca ha dejado de regresar, puede que en realidad nunca se haya ido del todo, y «ahora que se habla tanto de "españolizar"», afirma, «me doy cuenta de que yo también "naveteé". Siempre tuve a Nava en la boca». Hasta en la televisión de los primeros setenta, recuerda, durante un partido internacional entre Holanda y España en Amsterdam, cuando se ofreció a Matías Prats como intérprete y le dio una bota con vino de Rioja en lugar de lo que de verdad le habría gustado beber, dijo en directo, «un culín de sidra de Nava». El mundo no era tan global, «aquello salió a las ondas y se colapsó el teléfono de mi casa», rememora.
Hablando de fútbol, una de sus pasiones, la memoria se desvía hacia el viejo campo de El Gorgollu, en Castañera, «donde di las primeras patadas a una pelota de trapo», y se detiene en el de Grandiella en algún momento de los cuarenta. Vuelve a ver al Europa disputando una liguilla de ascenso a Primera Regional contra el Carbayedo y el Santiago de Aller y quedándose en el camino «por un embarque del árbitro». En un verano de la misma década, Julión, «un personaje muy famoso en la Nava de entonces», organizó un torneo de barrios y «yo jugué dos partidos antes de marcharme al Seminario, uno contra Ceceda y otro con La Puente Arriba. Ganamos los dos». En el campo, sin embargo, hubo algún rival que perdió el respeto a aquel adolescente «delgadín, que iba bien de cabeza», pero que también recibía un codazo en cada salto hasta que Julión respondió con una entrada que le subió «las piernas a la altura del pecho, como De Jong a Xabi Alonso en la final del Mundial. Santu remediu».
Los bolos se veían en la bolera de Revilla, en el cruce donde sale la carretera de Bimenes, y allí vio Torga a los grandes campeones: Cajetilla, los hermanos Poloncio, Aladino y Jesús el del Remedio... Era entonces cuando las verbenas «se celebraban en esta carretera», Torga señala la N-634 actual con su tráfico imposible al paso por Nava y no puede reprimir un suspiro bajo el peso del paso del tiempo. «La gente bailaba en la carretera y se apartaba cuando venía un coche», recuerda, y aquí mismo se jugaba al fútbol, «al quite por si venía el municipal, porque podía quitarnos la pelota». Así fue al menos hasta 1955, «mi último verano de estudiante». De 1938 a 1942, el pequeño Alberto había ido a la escuela a Tresali; a partir de 1942 pasó a las clases que daba don Gémino, «un gran pedagogo sin título», en lo que hoy es la iglesia de Nava y que entonces no era más, todavía, que unos pequeños cimientos.
El mecanismo del recuerdo acaba desviándose siempre hacia las inmediaciones del templo de San Bartolomé, principio y final de Nava y de todas las historias que en la memoria del sacerdote reclaman a una extensa galería de personajes. Entre los protagonistas tendría que estar José Miguel Mancebo, el maestro de Tresali, con su imagen de «extraordinario pedagogo que se adelantó a su tiempo y no nos obligaba a aprender de memoria más que el catecismo y poesías». A su lado, Eulogio Nicieza, «modelo de sacerdote», preguntaría si alguno de sus alumnos de catequesis quería ingresar en el Seminario. «¿Tú?», inquirió asombrado al ver con la mano levantada a Alberto, que «era muy trasto, mucho más que mi hermano», pero que insistió y acabó ejerciendo de cura. Y no podría faltar «mi padre», un labrador que emigró a Cuba y regresó a los cinco años, «porque no le convenció aquello», que fue alcalde de barrio en Vegadali al final de la Guerra Civil y se negó a señalar a «los rojos» cuando se lo pedía la Guardia Civil. «Les dijo que él nunca había mirado los colores de la gente». Aparecería también «mi abuelo materno, el único que conocí», que cantó con el gaitero de Libardón, fue maderista entre otros oficios y calculaba sin errores las toneladas de madera aunque no sabía dividir: «Pero si esto ye multiplicar al revés, exclamó cuando yo le enseñé a los 60 años». Y Julión, que era ebanista y tenía la funeraria, y el sentido del humor para las bromas de Sabino, «el sapu»; el don de gentes de Vicente Tartiere y la habilidad para arreglar máquinas de Nisén, «el del Ventorrillo», y la pericia para la sidra de Pedro Sánchez, lagarero de postín y ex seminarista en Valdediós...
«La sidra». Alberto Torga responde sin titubeos a la pregunta por el objeto de la nostalgia cuando se mira el pueblo a miles de kilómetros de distancia. Obviamente, la familia y los amigos, también, pero «de una manera muy especial» el ambiente de alrededor, ese llegar a cualquier chigre, decir las palabras mágicas -«dos de sidra»- y sumarse a la reunión. Eso era en parte lo que empujaba todos los veranos a conducir 1.933 kilómetros «en el día», saliendo de Nuremberg a las tres de la madrugada y llegando a Nava más allá de las once de la noche. «Suspiraba todo el año por el verano, era una necesidad vital», evoca el sacerdote, que asistió el año pasado a su primer Festival de la Sidra y no ha vuelto ni lo tiene pensado: «Esperaba otra cosa, no merece la pena, es una especie de botellón».
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