Demasiado silencio
El artista Manuel García Linares reivindica la Asturias rural tradicional a través de los paisajes de Navelgas de Arriba
Lo que queda es silencio. La frase final de «Hamlet» resume sin querer un viaje a través del tiempo hasta Navelgas de Arriba. El silencio chirría en la memoria de Manuel García Linares, pintor, escultor y engrasador vocacional de motores culturales para avivar la subsistencia de la pequeña villa tinetense. El nacimiento y la crianza aquí y el recorrido por fuera dan para saber que hubo un tiempo en el que esto tuvo vida, mucha más de la que deja entrever la callada quietud de esta tarde soleada y muda de mitad del invierno. Por buscar alguna, Linares ha entrado en la casona de piedra que tiene el número once sobre el dintel de la puerta. Dentro, José Antonio López, «Tono», y Manolita conservan casi intactos el suelo empedrado y el llar, el inevitable horno y los escaños de madera que componen «un rincón encantador para contar leyendas en las noches de invierno».
Su vivienda, afortunadamente habitada todavía, ejemplifica con precisión el esfuerzo por preservar el pasado, esa obstinación por las costumbres que en Navelgas salta a la vista sin necesidad de rascar la superficie. Al salir, sin embargo, vuelve el silencio «sepulcral» a sobrecoger en este barrio rural original de la cabecera del Cuarto de Los Valles donde antes, evoca el artista, «se veían paisanos y paisanas en las huertas y se oían los esquilones de las vacas». Ahora, demasiado limpio y callado, «simboliza el declive de la Asturias campesina». Es el barrio de la iglesia y la escuela, el de esa casa singularmente vertical, recia, alta y esbelta, pero deteriorada y cubierta por una enredadera marchita que aquí casi adquiere valor de símbolo de lo que hubo y ya no es.
Si esto es Navelgas de Arriba, la de abajo, pegada al río y hoy más urbana, fue siempre La Ferrería, comenta Linares, «porque había muchas fraguas» donde se fabricaban, cuando el campo era autosuficiente, «clavos para madreñas, herraduras para los caballos, cerraduras...». «Éste fue siempre un pueblo con muchos artesanos». El artista busca pruebas y encuentra la fragua que descansa con su fuelle bajo una panera, probablemente un resto sin recoger del Festival del Esfoyón y el Amagosto, que el pasado noviembre celebró quince ediciones y se concibe como la «noche mágica» que da paso a los otoños en Navelgas; con sus castañas asadas, su sidra dulce, los frixuelos y las natas hechos en casa y ofrecidas al visitante, sus puertas abiertas y su muestra de oficios tradicionales en las casas de Navelgas de Arriba. «Mucha gente venía desde Luarca a aprender oficios aquí», enlaza la memoria del pintor.
Por eso, para que no se olvide, está el festival, de ahí la devoción por aquel pasado rural esplendoroso y perdido y el empeño por conservar los materiales que lo fabricaron. Lo mismo aquella fragua que la grade, el arado y la semadora que asoman entre los restos de la esfoyaza en los bajos de otra casa y que dan la sensación, dice Linares, de estar «tristes», de que «la soledad las abate». Este pueblo, no obstante, ha aceptado el compromiso de demostrar que todavía la ruralidad conservada tiene un futuro «utilizable» si se le da alguna vuelta turística. Como puede que todo esté inventado, el artista tinetense recuerda haber visto en la «fiesta romántica del otoño» de Sheffield (Reino Unido) un modelo de recreación de tradiciones importable hasta este escenario idílico estéticamente anclado en el pasado rural de Asturias. A partir de ese ejemplo, y «paseando un día por aquí, como ahora», se modeló ese misterio fantástico de la «noche mágica» que ahora todos los años da entrada al otoño en Navelgas de Arriba recuperando por un día aquella cooperación colectiva de los pueblos de siempre y poniendo un pequeño granito de arena para que no se pierda la memoria de los oficios tradicionales. Quiere ser un vistazo simple a lo de siempre, «algo auténtico» en contra de la corriente contraria a las tradiciones. Lo mismo que desde hace una década se intenta aquí con el volteo hacia lo turístico del bateo de oro en el río Navelgas, transformado ahora en singular actividad deportiva. «En Holanda son habituales las clases de artesanía; aquí se van perdiendo», protesta.
Dejando a la espalda la iglesia y a su lado el inquietante edificio vertical de la yedra envejecida, Linares callejea por las estrecheces del viejo barrio de su escuela y señala una vieja casa con corredor de madera. Es «una de las más antiguas del pueblo», informa, «el que la fundó estuvo de un sirviente en la corte de Isabel II». Pasando a su lado, este paseo por lo que queda de la memoria de Navelgas de Arriba ha llegado hasta un viejo lavadero nuevo. Restaurado con pulcritud, atravesado por un arroyo «donde conocí truchas» y con un salto de agua en uno de sus extremos, el pilón, aparentemente aún en uso, informa sobre su ancianidad bien conservada desde una inscripción adosada a la pared, encima de la fuente que sobrevive a su lado y que parece decir que «me hizo Jacinto Jonto, año de gracia de 1889».
También hay paneras, «éste es uno de los núcleos más poblados de ellas en Asturias», y eso es un indicio, otro, de la prosperidad del pasado. Como ellas son mayores que los hórreos y tienen más espacio de almacenamiento, su proliferación «significa que aquí había un gran potencial agrícola». Pero el esplendor forma parte de la misma antigüedad lejana de la que ha venido una fotografía reveladora, tomada en algún momento de los años treinta del siglo pasado. Corresponde a una primera comunión y junto al párroco de Navelgas y al obispo de Oviedo, delante de la iglesia, se apiñan decenas y decenas de niños y padres arrimados unos a otros para poder entrar en el plano. Aquí mismo, el año pasado, en la misma imagen había sitio de sobra. «Comulgaron dos niños y una niña», compara Linares con amargura.
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