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El sanatorio de la nostalgia

José Manuel Fanjul, médico y estudioso de la historia de Noreña, añora la villa familiar de su infancia y ensalza su capacidad para «encontrar los caminos del progreso»

Marcos Palicio / Noreña (Noreña)

José Manuel Fanjul Cabeza (Noreña, 1940) todavía es un niño de ocho años que se marcha mirando hacia atrás. Se va de casa, camino a la incertidumbre de un internado en Oviedo, casi no se ha ido aún de Noreña y ya quiere volver. El niño es hoy médico, traumatólogo jubilado, y ha cumplido los 71, pero conserva intacta la huella de aquella sensación que le ha llevado a la recopilación y el estudio de la historia de su villa natal. Fanjul ha mantenido viva la «añoranza tremenda» que mucho tiempo después ha desembocado en una página web, un libro, una colección de porfolios festivos, un bien nutrido archivo de fotografías… «Cuando a uno lo sacan de casa, puede que el barco tire para delante, pero la mente, o el corazón, siempre empujan hacia atrás», resume ahora, de regreso a la plaza de la Constitución, a la vista de la ventana del segundo piso de la casa donde nació el cuarto de los ocho hijos de una familia de tradición chacinera, como tantas otras en esta villa. «Estar lejos de Noreña me llevó a querer conocerla mejor», sentencia. «A poner datos a las imágenes que tenía de la villa y a ir ampliando el contenido». Hasta hoy, porque la tarea continúa.

Después de todo el proceso, la conclusión le dice que su villa es precisamente esto, la «Noreña entrañable» que da título al volumen profusamente ilustrado sobre la historia de la población que el médico noreñense publicó en 2008. Entrañable, íntima, acogedora, aunque Fanjul ya no distinga hoy la torre del reloj, la de la iglesia o el palacio del Rebollín cuando la mira desde la distancia, a pesar de que se duela de no reconocer aquellos jardines llenos de rosales y plantas en esta nueva villa cosmopolita confiscada por los añadidos residenciales. Aunque hoy haya que escarbar para encontrarla, en su memoria sobrevive congelada la imagen de aquel sitio abarcable, hecho a la escala de un niño de ocho años en el que al joven Fanjul «todo le venía bien» cuando regresaba en los veranos. «Ya fuera el galope en el caballo de mi abuelo, las excursiones a sacar cangrejos del río junto a "les pasaderes" que sustituyeron al puente del Rebollar o la impresión que daba caminar junto a Alfredo Rodríguez, el sacristán, por encima de los nervios de piedra gótica tardía de la bóveda de la iglesia de Santa María cuando estaban reconstruyendo la torre». Fanjul, que entonces era monaguillo, se marchó a los ocho años, pero tuvo tiempo de conocer mucho de Noreña por dentro, tanto que «mi padre hasta me metió en una habitación del palacio de Miraflores de las que ocupó Álvaro Flórez Estrada en los últimos años de su vida». El palacio ya era entonces el reformatorio que ha llegado hasta hoy, pero la estancia no duró más de «un par de horas» y además «me valió», asegura el médico noreñense, «una gran amistad con don Joaquín, el director, y un pase permanente para ir a la piscina».

Fanjul estudió con las monjas en Noreña y tras el final prematuro de su residencia en la villa, también con los Dominicos y los Maristas en Oviedo, Gijón y Pola de Siero. Pasó «a ser buen estudiante en la Facultad de Medicina de Salamanca», y fue residente en el hospital madrileño de La Paz -donde se especializó en cirugía ortopédica y traumatología- antes que médico en la provincia de Almería y, por fin, jefe de la sección de traumatología en el Hospital Universitario Central de Asturias. En toda su vida de médico a jornada completa e historiador a tiempo parcial Noreña nunca ha dejado de asomar en el retrovisor de la memoria de aquel joven estudiante que salió de aquí tan apegado a los orígenes que recibió de los compañeros de estudios el sobrenombre de «Noreñina». Hoy le encanta seguir siendo para los de aquí «José Manuel, el Chutu» o «el de Benino el de Nico».

Hablar de Noreña, de su Noreña, equivale a retroceder en el tiempo para comprobar que esta Villa Condal «siempre ha sabido acomodarse a los cambios», pero también a recuperar el cosquilleo de la nostalgia de aquel sitio más familiar y menos urbanizado, donde el rastro de la historia se distinguía tal vez mejor que ahora. Hoy, «mirando desde lejos, a veces me dan ganas de llorar», confiesa, «porque ya los edificios relevantes, la torre del reloj, la iglesia o el palacio del Rebollín, no se ven desde las afueras de Noreña». En general, esta villa «se parece poco» a aquella donde todos se reconocían por la calle, pero a cambio «ha ganado mucho en servicios», «el desarrollo de la zona de expansión de Los Riegos, junto al río, ha sido impresionante» y la capital se ha hecho con «una industria muy diversificada», con «fábricas de embutidos y conservas cárnicas que comercializan el producto en todo el mundo, y algunas otras que incluso venden carrocerías de coches a los japoneses». Noreña, habla la experiencia y el fervor historicista del traumatólogo, «siempre supo encontrar los caminos del progreso».

Acaso pase hoy lo que siempre ha sucedido en Noreña, este municipio pequeño sin tierras de labor obligado a reinventarse y hacerse a sí mismo, a buscar un futuro en la artesanía del calzado primero y en la industria chacinera después y, en suma, a adaptarse a los cambios que proponía la civilización. «Yo siempre conocí Noreña con agua corriente y alcantarillado», pone por ejemplo el doctor Fanjul, «por la importancia de la industria fue un problema que aquí se planteó muy pronto -el agua llegó a la villa el día de San Pedro de 1929-», y siempre presumió de un nivel cultural muy potente: «Además de las escuelas públicas del Obispo y Conde de Noreña, Juan de Llano-Ponte, a fines del siglo XVIII, la escuela de la Fundación Rionda Alonso existe desde 1918, las escuelas unitarias funcionaban en 1925, en el edificio del Ayuntamiento actual hubo una escuela que perteneció al Círculo Católico de Obreros, gracias al párroco Alfredo Barral se consiguió un instituto de Enseñanza Media…».

Se diría que esta villa de hoy es perfectamente compatible con la nostalgia, que a su modo sigue estando viva e inquieta como entonces, que mantiene la banda y el orfeón como en los tiempos de Fanjul, cuando el quiosco de la música del paseo Fray Ramón se utilizaba más que hoy para lo que fue concebido y Noreña era «tan filarmónica como siempre», según la exclamación de Ramón Pérez de Ayala al escuchar un organillo durante una conferencia en la villa. Era cuando en las fiestas del Ecce Homo de los años cincuenta «no se podía pasar» de tanta gente que inundaba las plazas de la villa, y cuando José Manuel Fanjul, «miembro del Orfeón Condal hasta que me marché a Salamanca», hablaba y cantaba en aquellas tertulias junto a su cuñado José Blanco Mencía, «Sará», con Eloy Noval Junquera, «Loyín», o Jesús Cuesta García, «El Colillu».

No es lo mismo. Por eso hace falta el esfuerzo de José Manuel Fanjul por retener en distintos soportes aquella Noreña, como si el traumatólogo nunca hubiera dejado de ser aquel niño que mira para atrás. De ahí la íntima satisfacción de haber sabido que a través de su web el ex director del Museo Nacional de Escultura de Valladolid, Jesús Urrea, pudo identificar y atribuir a Juan de Juni la autoría del retablo de la iglesia de Noreña. O la reclamación del paso del Camino de Santiago por la villa, excluido en la documentación oficial del Principado pero acreditado histórica y físicamente, afirma Fanjul, en las investigaciones del historiador noreñense Juan Uría Ríu y en el uso de la calle Socarrera -hoy Flórez Estrada- hacia el crucero de mármol de la plaza de la Cruz, cuya presencia indica un cruce de caminos y demuestra «el paso del antiguo Camino Real desde Pola de Siero a Oviedo, utilizado por los peregrinos, y ahí confluye con el Camino Real de los Puertos». El empeño, al final, es por eso y por el propósito de no encajar nunca en la descripción de Jovellanos que el médico noreñense cita en su web, a modo de epílogo: «Hay muchas personas que son siempre forasteras en su propio país, porque nunca se aplicaron en conocerlo».

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