Viaje a la vieja Nueva
Un recorrido desde el esplendor que tuvo la villa llanisca hasta su presente residencial de veranos agitados por las tres fiestas que articulan la vida social del pueblo
Gary Cooper pasó por aquí. Estuvo en ese edificio que ahora ocupa la carnicería Parma y que guarda en algún lugar las últimas secuencias del cine Ereba. Se le vio justo en este lugar hasta que decayó la clientela en torno a los años setenta. En la vieja Nueva se veía «el cine auténtico de Hollywood», rememora Rosina Villar, cuando Dolores Corrales venía en tren desde Pría, y Toni Cueto, acomodador de butaca y pintor, personalizaba los carteles de las películas. Las dos vecinas se han encontrado en este vestigio invisible del esplendor de una villa que no fue siempre residencial y veraniega, que tenía mucha más vida cuando aquí además de segundas residencias había cine y Juzgado y cuartel y casino.
Su paseo por la nueva Nueva ha empezado en la plaza de Gumersindo Laverde Ruiz, donde se recuerda al filósofo y polígrafo, discípulo de Menéndez Pelayo, que hizo mucho por esta tierra, que se murió cuando todavía tenía cine y que ejerció de hijo ilustre de Nueva un tiempo antes de que Ricardo Duque de Estrada, el conde de la Vega del Sella, dejase muy cerca de aquella plaza una gran finca con su palacio del siglo XVII y su torre medieval de San Xurde, que apenas se ven desde el exterior. Junto a ella, cuentan, se detuvo el emperador Carlos I en su primer viaje a la Península, después de desembarcar en Tazones para tomar el trono de España.
Entre quintas de indianos y modernos chalés adosados, Tita Ardines, otra vecina que tiene fresco el pasado esplendoroso de Nueva, se suma a la tormenta de emociones y añade en la lista de paisanos insignes a Andrés del Río, indiano retornado de Cuba al que homenajea una placa no por casualidad erigida encima de una fuente, porque fue él, apostilla Tita, «el que trajo el agua para el pueblo». Después de admirar la iglesia -«otra de las cosas guapas que tenemos», presume Rosina- y la finca «La Catedral», con su capilla de Santa Teresa, el futuro asalta al pie de una quinta de indianos, la de Manuel, «el sargento», que sobrevive apuntalada. A su finca, denuncia Rosina Villar, componente de la asociación vecinal «Ereba», le quitaron un trozo de terreno para construir ese bloque de pisos y se llevaron sus árboles antiguos y robustos al parque infantil que se ha hecho muy cerca de allí. «Una pena», lamenta Villar; «una atrocidad», resume Tita Ardines.
La capilla de la Blanca, antiguo hospital de peregrinos, y su hoguera verticalísima en la plaza del mismo nombre, señalizan el centro de las fiestas en honor de la Virgen que todos los 8 de septiembre son las segundas, en el tiempo, de las tres que llenan el verano en Nueva y que todo el año dividen a los vecinos en torno a una ardorosa rivalidad sana. Porque aquí en junio es San Juanón, y el 14 de septiembre se acaba el verano con el Cristo del Amparo. Al pasar el río Ereba, aquel en el que dice la leyenda que las xanas lavaban sus cabellos de oro, el paseo de los vecinos por su pueblo entra en el barrio de Triana, el centro de las celebraciones con las que el Cristo clausura el estío.
El barrio no ha perdido su regusto rural, pero a la izquierda, en la finca «El Bosque», una urbanización devuelve a Nueva ese aire de villa residencial que no agrada a todos. «Si al menos los que compran vinieran a vivir?», lamenta Agustín López, miembro de la directiva la asociación vecinal, «pero en invierno esto es un cementerio», apostilla. Dejando atrás la casona de la Concha, «una de las más antiguas», y a la vista de varios huertos con limoneros, Rosina Villar retorna de nuevo a la época en la que la peculiaridad del clima de esta zona de Llanes la hacía exportadora de limones y a los veranos de baños en este río donde ahora, vuelve a denunciar, crece demasiado la maleza. Y llega la capilla del Cristo, con palmera y joguera y «casi doscientos aldeanos» procesionando en septiembre, informa orgullosa. Y, barrio de Robazón arriba, remontando el curso del Ereba por la carretera que va a Llamigo y a Corao, las de San Juan y San Lorenzo, que el tiempo había arruinado y que levantó el esfuerzo de los vecinos, agradece. El económico y el artístico, porque las pinturas que hoy relucen en las dos capillas adosadas son también de otros «dos altruistas», éstos, pintores, Pepita Villar y José Cordero.
Al regresar al punto de partida, en la plaza de Laverde Ruiz, y antes de volver a cruzar el Ereba obliga a parar en la casa en la que vivió el poeta Pin de Pría, y más allá, el naranjo bajo el que componía sus poemas. Cuando le dejaban sus doce hijos, «todos con nombres bíblicos», comenta Rosina Villar.
«Más vale perder de pie que ganar de rodillas». La leyenda de la gran pancarta que recibe al fondo del bar La Central, al lado de una caricatura de Fernando Alonso vestido de Pelayo, resume el final del viaje por esta capital del valle de San Jorge donde el dragón de la modernidad sólo se ha tragado una parte del encanto de la villa esplendorosa que todavía recuerda su pasado.
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