No le conviene la vida sedentaria
Atanasio Pandiella, investigador del cáncer nacido y criado en la Pola, asegura que esta villa cada vez más grande «debería pedirse más, tener iniciativa y ser más ambiciosa»
Atanasio Pandiella cree recordar que aquí estuvo «el prau». «Así llamamos siempre» al espacio próximo al cauce del Nalón que ahora ocupa un enorme edificio de viviendas, el primero de Pola de Laviana para el que la aborda por el Norte. Justo en este lugar, que ahora se ha tragado el casco urbano y estaba entonces «un poco apartado», se levantaba la casa familiar, que tenía su huerta y su encanto y que hoy ha sido lo primero que la memoria del científico lavianés ha dibujado de inmediato a la sola mención de la villa natal. Pandiella, el investigador del cáncer que casi siempre ha añorado su pueblo desde lejos, ha retrocedido hasta el tiempo en el que aquí, junto a aquel río que se desbordaba más que ahora y de vez en cuando traía truchas hasta el prado de casa sin pescar, estaba la vivienda donde residía su familia, su único hogar hasta los quince años. Mirando al Sur, entonces veía también la vega del Nalón, más prados y menos edificios de vivienda colectiva y al fondo, eso no cambia, siempre el perfil calizo enorme de Peña Mea, la pared que cierra el valle y le proporciona al recuerdo esa otra imagen «emblemática», inseparable de la villa. «A los de la Pola siempre nos gustó mirar pa ella».
La curiosidad del científico, hoy vicedirector del Centro de Investigación del Cáncer de la Universidad de Salamanca, busca la escuela y encuentra en su lugar el centro de servicios del alto Nalón. La sala de fiestas La Pista es una discoteca distinta, no reconoce en este río limpio aquél que bajaba negro del puente de El Sutu hacia abajo, ni identifica con tanta facilidad las caras conocidas al pasear por la villa. Es evidente que la fisonomía de esta Pola, la física y la humana, se parece poco a aquella que Pandiella dejó a los quince, camino de Galicia tras el fallecimiento de sus padres, pero en las visitas de ahora, «por lo menos una al año», nunca tarda en aparecer un transeúnte menos joven que, atando cabos, le reconocerá por el apellido y hará que todo se parezca más a lo de antes. A lo de siempre. A este trazado urbano abarcable que siempre «destacó por ser la capital de toda la zona, el sitio adonde se venía a comprar, el centro comercial de la comarca». Ese espíritu de liderazgo es, trasladado a las hechuras del siglo XXI, lo que ha cambiado menos al decir de Atanasio Pandiella, que dejó de vivir aquí en plena adolescencia, estudió el Bachillerato en Ferrol y se doctoró en Medicina en Santiago, pero que en realidad nunca se ha ido del todo. Nunca, recuerda, desde que a los dos meses de partir «se murió Franco, nos dieron una semana de vacaciones y yo volví corriendo a Laviana», encantado porque cambiar de casa a los quince «no es que sea traumático, pero dejas muchos amigos detrás y sientes la distancia».
La separación, eso sí, a él le premió con un poco de perspectiva. «Venía de Galicia a Asturias con frecuencia, siempre que podía» y, «un año tras otro», al coger el Carbonero en Oviedo y remontar el Nalón hasta la Pola recuerda cierta desazón a la vista de la evolución demasiado lenta del paisaje. «Pasaba por La Felguera, Sama, Sotrondio, Blimea, y me llamaba la atención comprobar que Asturias parecía parada, que no evolucionaba, que había pasado el tiempo y yo veía casi invariablemente lo mismo», cada vez menos progreso de la actividad comercial e industrial importante que «esta cuenca nuestra del Nalón» tuvo siempre, destaca Pandiella, o al menos «hasta que empezamos a estar en crisis». No en esta recesión de ahora, corrige, porque aquí «llevamos por lo menos treinta años en crisis».
Al llegar a la Pola, remontando también el tiempo, en los recorridos de hoy por el caserío abigarrado y muy edificado de su villa el investigador resalta la sensación de que esta villa puede pedirse más de lo que tiene. «Me gustaría encontrar un futuro industrial», apunta el científico lavianés, «o por lo menos una actividad económica que fuera más allá de la de una villa de servicios. Me agradaría que el concejo tuviera más industria maderera o ganadera, más movimiento, porque la economía de esta zona siempre se movió muy alrededor de la minería, de las jubilaciones y prejubilaciones, y eso a lo mejor algún día se acaba. Cuando voy a Laviana encuentro una villa que podía ser más, claramente, a poco que hubiera un pelín de iniciativa. La villa debe ser un poco más ambiciosa». En el diagnóstico del investigador pesan el recorrido y la experiencia, el carácter inquieto del estudiante de Medicina al que nunca le gustó memorizar sin entender y que prefería los libros en su idioma original. Influye la certeza, evidente en su trabajo, de que «conocer el origen de las cosas es lo que va a permitir tratarlas mejor». Se impone la sensación de que esta villa viene de aquella otra, distinta pero en el fondo igual, que él compartió con la familia y los amigos que siguen ahí, con «Andrés, que ahora es veterinario en Laviana; Rai, de Ramón, que está en Noreña, o Ángel, que tiene un par de negocios en el concejo».
Así es hoy la Pola vista por el microscopio de Atanasio Pandiella. Ésa es la villa que retuvo aquel niño que disfrutaba «con la tinta invisible hecha con sulfato de cobre» del Quimicefa y que un día, «supongo que en Reyes», recibió de un cuñado un regalo premonitorio, un microscopio. «Miraba moscas, bichos o flores, lo que nos enseñaban en el colegio. No sé si eso sería el inicio de la vocación o un aditivo, pero todavía lo conservo».
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