La educación es la clave
El periodista José Luis Balbín rememora la disciplina «ejemplar», «un poco bestia pero justa», del Colegio San Luis en la Pravia «importante» de su infancia
Las ventanas de su casa miran de frente a la colegiata de Pravia, de reojo a la fachada del Colegio San Luis, y el niño llega a clase en los escasos segundos que tarda en atravesar una calle peatonal. Aquí se sale a las ocho y se cena a las diez -«exactas, porque mi padre era muy puntilloso»- y entremedias es capaz, ahora no se explica cómo, de recorrer «kilómetros y kilómetros» subiendo y bajando varias veces desde el pico Cueto hasta la estación del tren. El periodista José Luis Balbín (Pravia, 1940) acaba de regresar a su villa natal remontando el tiempo y se ha detenido en el corto trozo de calle que separa su casa de su colegio. El San Luis, también la fachada intacta en el número 20 de la antigua calle del Rey -hoy Jovellanos- era ya entonces lo que después ha sido siempre, internado de disciplina indiscutible y tormento de los alumnos díscolos, pero también el origen del prestigio académico que Pravia ha arrastrado hasta épocas muy recientes, aclara Balbín.
Era la de aquellos años cincuenta en el San Luis «una época educativa dura» con un altísimo concepto de la obediencia. «Eran un poco bestias pero justos. No tengo mal recuerdo del colegio. A mí me trataron muy bien, y yo, que tenía fama de ser la oveja negra de la familia, también tengo el honor de haber sido elegido, muchos años después, colegial de honor». Un buen alumno «sin pasarse» como él podía terminar curso por curso el bachiller sin ir al psiquiatra y llegar a la Universidad con la sensación de que el suyo, «uno de los primeros colegios privados que hubo en España», era y siguió siendo «ejemplar, uno de los centros que mejor nivel académico tenía en el país», vivero de «ministros o secretarios de Estado».
Balbín, sobrino nieto del sacerdote fundador del San Luis, nacido en la calle San Antonio en una familia de siete hermanos y criado en esta casa de tres plantas que mira a la colegiata y al colegio, dejó Pravia en torno a la mayoría de edad para hacerse periodista en Madrid. Entre otros destinos profesionales, fue director de informativos de TVE y el «padre» de «La clave», primer programa televisivo de referencia en la primera década de la transición y después reconvertido en semanario de papel entre 2000 y 2008. Él se fue, pero la silueta de la villa siempre estuvo ahí, pintando el telón de fondo y poniendo el punto de destino a los retornos esporádicos de las vacaciones. Pero no era ésta. Había parterres y rosaledas en lugar de esta explanada diáfana y hormigonada que se abre ante la colegiata, «un horror», y a partir de lo que hoy es la avenida de Carmen Miranda apenas nada más que extensos campos de juegos para niños.
Era diferente, pero, sobre todo, «importante». Aquella Pravia se había ganado, ya está dicho, cierta distinción de villa «académicamente relevante», pero juntaba, además, las vegas de tres ríos -el Nalón, el Narcea y el Aranguín-, tenía un gran mercado todos los jueves y dos líneas de ferrocarril, «y media», porque al vasco-asturiano y al de la costa estuvo a punto de añadirse otro que quedó a medio hacer y que venía de las minas del Suroccidente... Sin llegar al grandonismo de la tonada clásica que acaba «lo mejor de España, Asturias; lo mejor de Asturias, Pravia», la segunda capital histórica del reino asturiano sí podía ser entonces lo más vigoroso de aquella región si no se contaban las grandes ciudades. «Sólo había dos cajas de reclutas en Asturias, Oviedo y Pravia», pone por ejemplo.¡
Por las calles de aquel lugar corrían manadas de niños jugando a «justicias y ladrones» o al «pío campo» -a escapar y pillarse-, y podría pasar José Suárez, que antes de ser actor de renombre en el cine de los cincuenta y sesenta y protagonista de «Calle Mayor» (Juan Antonio Bardem, 1956) era en Pravia «Josefín», revisor del Vasco. En sus trenes viajaban las «carretonas», «señoras que vivían de hacer encargos para la gente del pueblo», y el padre de Balbín, Rafael, iba y volvía a trabajar a Oviedo cuando el Banco Herrero le destinó a aquella «ciudad de señoritos» a la que no quisieron ir a vivir ni José Luis ni sus hermanos. Se quedaron entonces en este inmueble de tres plantas desde el que el joven Balbín cruzaba la plaza para subir a tocar las campanas en la colegiata de Santa María la Mayor. El edificio era de la marquesa de Casa Valdés, pariente lejana del padre; en el bajo estaba el estanco, «de un tío mío», y en el primer piso se hacían «los mejores tocinillos de cielo de España».
Todo eso vive, resiste en la memoria, junto a Manuel Menéndez Canal, «Manolito», el compañero y «gran rival» del bachiller, que «se ha muerto hace poco» y que de los más de veinte alumnos que iniciaron el bachiller a la vez que Balbín fue el único que lo terminó también junto a él. Y en casa un padre estricto pero «muy cariñoso», «muy conservador pero nada franquista», que «nos dio la libertad que pudo para estudiar lo que quisiéramos, algo que no era demasiado frecuente entonces».
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