Del barro a la baldosa
José Luis Márquez, coyán emigrante que ha vuelto a Rioseco tras 46 años, relata la transformación «impactante» de su pueblo en una villa con aspiraciones
Rioseco estaba seco el día que se marchó en un tren que ya no existe. José Luis Márquez Iglesias, coyán de casi todas partes y vida laboral agitada, residente itinerante en cinco provincias de España y en tres continentes, ha vuelto al punto de partida. A la casa familiar de piedra en el barrio de La Viesca, a la capital de Sobrescobio, pero en realidad a otro sitio. El tiempo, al cabo de 46 años, le ha devuelto un pueblo distinto. Más limpio, aparentemente mejor. No es sólo que falten las vías y la estación de La Campurra, el viejo ferrocarril minero que le traía y le llevaba de aquí en aquellos primeros viajes de la adolescencia, ni siquiera que ahora Rioseco limite directamente con un embalse que a José Luis le sorprendió una vez, en uno de aquellos regresos, al salir de un túnel de la carretera que tampoco estaba allí la última vez que había vuelto a casa. Es sobre todo la percepción conjunta de la pérdida de aquel ambiente de pueblo, la transfiguración urbana de una aldea que maduró y reconstruyó una villa. Es el descubrimiento del suelo enlosado y limpio donde siempre había habido barro, la luz eléctrica y el agua corriente, la broma de no encontrar «ni un sitio donde orinar de noche sin que te vean» o el alivio de poder dejar de acarrear el agua «a calderaos» desde la aquella única fuente potable que tenía la capital coyana en el centro de la plaza del Ayuntamiento. Márquez tuvo la suerte de asistir a aquel proceso de transformación de su pueblo en otro, como los vecinos de siempre, pero él desde fuera, con distancia y perspectiva. De año en año, de verano en verano durante 46, anotando mentalmente lo que había y lo que queda, paladeando trago a trago la profunda metamorfosis que va del lodo a la baldosa.
«Nunca me despegué de Rioseco», precisa. Nunca desde que en octubre de 1962, con los 16 años cumplidos de agosto, empezó a coger distancia y tomó La Campurra para trabajar en un astillero en Gijón. Después, poco a poco, fue soldador en Avilés, trabajó en el montaje de las centrales nucleares de Santa María de Garoña (Burgos) y Vandellós I (Tarragona), en dos refinerías en Bilbao y Puertollano (Ciudad Real) y dos años en Bahrein, viajando a las plataformas petrolíferas del golfo Pérsico, pero sobre todo en Aruba, la isla de las pequeñas Antillas donde estuvo primero un año y después 28, y donde conoció a su esposa, Eva Máxima Croes, que también ha vuelto a Sobrescobio y ahora añora el sol del Caribe desde el barrio de La Viesca de Rioseco. En aquel lugar de verano permanente que tuvo que buscar en un mapamundi pasó la última etapa del «exilio», que duró desde 1980 exactamente «28 años, tres meses y diecinueve días». Hoy, en la pared del vestíbulo de su casa recibe un cuadro con la letra del himno de la isla, el «Aruba dushi tera», el «patria querida» de allí, escrito en la lengua autóctona de la isla, el papiamento.
El origen de esta historia de huida controlada no resulta tan exótico, sin embargo, en este pueblo del alto Nalón, que cuando era más pueblo también era más minero, rehén de una actividad mucho más penosa y menos deseable que hoy. «Yo me fui a los 16 años», explica José Luis Márquez, «porque mi padre, que trabajaba en el pozo viejo de Barredos y en El Sotón y tenía cuatro hijos varones, estaba obsesionado con que no termináramos en la mina y creía que si nos quedábamos aquí no habría otra alternativa». Fue aquella mina distinta la que empujó sus pasos hacia fuera, pero con el rabillo del ojo fijo siempre en Rioseco. «Estuviera donde estuviera», tardase lo que tardase el correo, «siempre quise saber cómo iba desarrollándose el pueblo», rememora, antes de comprobar directamente lo que había pasado. Nada como la experiencia directa para saber que la transformación aceleró en los ochenta, cuando Márquez ya volvía desde Aruba, «marché en medio de un folleru y al volver me lo encontré todo pavimentado». En este pueblo con la cara lavada, la piedra limpia y la pretensión de explotar para el turismo el paisaje y la marca del parque natural de Redes, las madreñas de José Luis ahora pisan baldosa. Están como nuevas, «todavía las uso, porque me gusta, y la gente se ríe cuando les digo que tienen treinta años».
Márquez define «impactante» el momento de aquel retorno al adoquinado, y para que se vea que de aquel pasado no hace tanto sitúa todavía en 1979 el penoso trabajo de portear cubos desde la única fuente después de guardar la cola «porque en casa de mi madre todavía no tenían agua corriente». Para entonces, el agua había inundado ya el paisaje de Rioseco desde que un día, «entonces volvía de Bahrein», al salir de un túnel se encontró el aledaño de su pueblo «todo deshecho, lleno de agua». Por lo menos la recompensa de la traída hizo desaparecer las excursiones a la fuente, y peor es que el paso del tiempo también haya diluido una parte abundante del ambiente rural, el baile y el cine compartiendo el mismo espacio en el edificio de la avenida principal, que hoy se ha transformado en la única tienda de alimentación de la villa, o los bares, «no los veintiséis que hubo durante la construcción del embalse, a principios de los años setenta, pero sí los seis u ocho que tuvo el pueblo en otras épocas», rememora Márquez. El Rioseco bien pavimentado y aseado de hoy no olvida que viene de aquel en el que los domingos, cuando salir de aquí no era tan fácil, se pasaban entre el baile de cinco a nueve y el cine, a continuación, cuando en el mismo local «los bancos que estaban alrededor de la pista se colocaban el centro de la estancia y mirando a la pantalla».
Empujado por la nueva realidad de este medio rural protegido y empaquetado bajo la etiqueta muy vendible del parque natural, Rioseco cuenta hoy más habitantes censados que hace diez años y bastantes menos que a mediados del siglo pasado. En el repunte hay un principio de esperanza, un giro hacia la atracción por la comodidad y la calidad de vida al pie de las montañas de Redes. Una forma nueva de volver a caminar, admite José Luis Márquez, aunque sea con la madreña sobre la baldosa y sin perder de vista que lavar la cara de lo que hubo no equivale a modificarlo.
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