Una ventana que da a la Edad Media
El economista Juan Velarde define su vínculo sentimental con una villa de estampa medieval y «sin barreras sociales»
-¿Qué tiraron, Concha?
-El retrato del rey.
El niño interroga a la sirvienta subido a un banco de la plaza de Salas. A Juan Velarde Fuertes, todavía Juanín, tres años, le ha extrañado la gente apiñada delante del Ayuntamiento y el alarido de Concha al ver algo caer desde el balcón del edificio consistorial. Es el 14 de abril de 1931 y acaba de comenzar la II República. La escena es la primera que ha seleccionado la memoria del economista salense y acaba de asociarse inmediatamente a la mención de su villa natal. No es una imagen fija, hay una secuencia de varias, casi todas conectadas directamente con la percepción que de los hitos centrales de la historia de España tenían en Salas los que eran niños en los años previos a la guerra civil. En la segunda estampa, Velarde está sentado en el mirador de la casa donde nació, «leyendo un "Abc" con un moro en la portada y allí, al lado, una nota del Gobierno de la República donde se daba cuenta de la ocupación española de Ifni». En la tercera, el niño está jugando en una habitación, se asoma a la ventana y ve «una enorme columna de soldados por la carretera. Era la famosa columna de López Ochoa que avanzaba sobre Oviedo en la Revolución de 1934. Ignoro el motivo, pero sentí una sensación de angustia y miedo extraordinario que, sin embargo, no había percibido en todo el proceso revolucionario que había afectado a Salas y del que recuerdo ver arriada la bandera tricolor del Ayuntamiento, sustituida por una exclusivamente roja».
En algún recodo del recuerdo sigue también un guateque y un joven de casi dieciséis años que estudia para la reválida, que oye a lo lejos la música de una gramola y sucumbe. Acaba yendo a la fiesta en casa de su prima María Cristina Fuertes y no se arrepiente, porque después pasa el examen con Premio Extraordinario. Juan Velarde, hoy consejero del Tribunal de Cuentas, catedrático emérito de la Universidad Complutense y premio «Príncipe de Asturias», quiere presentarse como «uno más de los salenses» antes que como hijo ilustre de esta villa que ha puesto a su nombre el nuevo centro cultural de la villa y la presidencia de la Fundación Valdés Salas. Es uno que al llegar a Madrid se asombró ante la revelación de la existencia de las barreras sociales, una circunstancia que, asegura, «jamás había notado en Salas. Allí, el hijo de un campesino, el de un conductor de taxi y el señorito hijo de un notario, el hijo del dueño de una cervecería o el de un ingeniero se juntaban o separaban en función de su destreza, de sus aficiones y no por las diferencias familiares. Siempre me ha llamado la atención».
Su Salas es el de aquel niño, una villa con castillo y colegiata renacentista que daba para muy fecundas ensoñaciones infantiles. El pequeño espíritu inquieto que fue Velarde en su niñez vivió algunas de las suyas también en la biblioteca municipal, de la que se hizo asiduo «creo que desde los ocho años». Allí, «Walter Scott y compañía» le descubrieron que había existido la Edad Media y en el tomo sobre Salas en «Asturias», de Bellmunt y Canella, «me enteré de que aquí habían vivido don Suero y doña Enderquina, la raíz del escudo de los Valdés, y cuando fui capaz de traducir algo de latín me encontré con que el blasón de los Malleza tenía alrededor este lema: "Nobilitas est virtus est fortitudine", que es: "Nobleza es virtud y fortaleza", con lo cual el lema en castellano resultaba incluso gracioso, porque además rimaba con Malleza. Luego me dediqué a tratar de saber quién podría ser aquella doña Lir que daba nombre a uno de los manantiales que surtían el depósito de agua y que se relacionaba quizás con una encantada, porque en las fuentes de Salas hay encantadas, no xanas», precisa. Preocupado por saber qué se escondía detrás de cada rincón de aquella villa sin barreras sociales, Velarde llegó hasta el castillo, pero no supo hasta más adelante, «por mi admirado Ramón Prieto Bances», para qué estaba allí: «No para defenderse de los moros, sino para cobrarle al obispo de Oviedo un tributo cada vez que pasaba por allí trigo y vino de las fincas del obispado en León. A los de Salas les importó muy poco que les condenase el obispo, por eso Ramón me decía: "¡Es que casi estuvisteis a punto de ser los preluteranos!"».
El niño tampoco lo sabía entonces, pero al crecer en Salas se estaba asomando a la Edad Media. Primero porque en la calle jugaba al «liriolario», «una especie de béisbol tal y como se jugaba en la época medieval», y después por el aspecto que tenía aquel mercado de los martes. Había, rememora Velarde, zonas urbanas especializadas en transacciones concretas: «Una calle para las verduras, una plaza para el ganado de cerda, otra para el vacuno, una más para granos, otra para los productos lácteos...» Y los juglares mezclados con los vendedores y «los adivinadores del porvenir, con el pajarito que traía la respuesta a la pregunta»... Por si faltara algo, estaba el castillo, «hablando del momento en que la "Pola de Salas del Anonaya" pasó a partir de Alfonso X a tener un peso especial, y muchas veces bélico, en la historia de Asturias».
Pero la mezcla de Salas es integradora y hace que la villa medieval tenga también «un paisaje holandés». Sobre el Nonaya, una estampa única de «galerías hacia el Sur que bordean todo un trozo de casas sobre el río». De ahí, del cauce que atraviesa Salas partiría precisamente la ruta emocional por la que guía Juan Velarde. La memoria echa a andar en La Veiga, allí donde empezó la docencia y «por primera vez en mi vida, un verano, siendo yo estudiante de Bachiller y con otros compañeros, sobre todo los Pendás, dimos clase a alumnos suspendidos». Después, «admirando la Casa de María Veiga», seguiría por el paseo fluvial y comprobaría que «ha desaparecido una isla donde presencié una batalla, a pedrada limpia y con espectadores, de dos bandas de chicos que habían decidido ver quién expulsaba a quién de la isla. Eran todos amigos, pero aquello nos parecía normal».
A la izquierda, en lo que ahora es parque, el joven Velarde «buscaría los dos enormes álamos que había enfrente del palacio del Conde de Toreno» y continuaría subiendo a contracorriente por el borde del río, «por la famosa "Fuente Vieja" hacia la "Campa" para encontrarse allí con el gran bloque del castillo y del palacio de los Valdés. Y al fondo la colegiata, que naturalmente tiene que ir a contemplarse. De allí a la iglesia de San Roque, y, dado que ya me encontraba por ahí, no podría dejar de acercarme al prao Faces y al campo de fútbol, donde tantas hazañas presencié del Sporting Club Salense y del SEU Balompié Salense, equipos de los que en "Región" y una vez en LA NUEVA ESPAÑA yo publiqué crónica de sus hazañas». El resto es volver al punto de partida, bajando «por el Puente Nuevo a la "Otra Calle" y al final de ella contemplar el edificio, también notable, donde yo comencé el Bachillerato».
Ese dibujo del paisaje estaría inerte sin el paisanaje. Y aquí manda en primer lugar el padre, «planteándome siempre la necesidad del rigor en el estudio, la amplitud en la lectura y la necesidad de una superexquisita honradez», y a su lado los primeros profesores: «Destacaría a Manuel López Feito, a Francisco Luque y a su hermana Aída, que me obligó a aprenderme maravillosamente bien la tabla periódica y a la que yo retribuí haciendo un trabajo especial sobre los equinodermos». Para el recreo, «multitud de amigos, comenzando con Benigno Pendás y sus hermanos Antonio y Pepe, José Luis González Miralles y Millán Bayos Garrido. También Susana Zaragoza, que me enseñó muchísimo francés y cultura francesa y, quizás en otro sentido, la bondad básica de María Veiga en su sección del catecismo».
El ambiente de aquel sitio se percibía al primer vistazo al cruzar el umbral de Casa Falín, el café donde nacieron los carajitos del profesor y «se hablaba de todo, de lo divino y lo humano». La memoria de Velarde recuerda muy vivamente lo que aprendió también «en la frutería de Keko sobre la ocupación de Ifni, o con toda la familia de Casa Braulio y con mis compañeros de pueblos, en vanguardia Mañas, de Villazón». De allí era también «la familia de los Arango y sus proyecciones hacia México; o la de Manuel Menéndez, de Camuño, y las suyas hacia Uruguay. Porque Cuba, México, Argentina y Uruguay fueron para mí situaciones tan cercanas, o algunas incluso más, que Andalucía, Galicia o León».
Aquel Salas, pues, no era sólo Salas. En esta villa que educó a nombres ilustres y se ha prodigado como vivero de economistas -Manuel Menéndez, Felipe Fernández, Joaquín Lorences...- también aprendió Velarde Filosofía, la ecuación fundamental de Einstein o qué era eso del "camino de los místicos"». De la villa se va siempre agradecido, por eso y por los premios que ha recibido aquí, ejemplos de «esa vinculación íntima que siempre ha existido entre los salenses» y que le hace querer seguir siendo, «como aún me llaman allí muchas personas, Juanín Velarde».
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