Un mercado de valores
El poeta salmerón Ricardo Labra recorre su villa natal, que ha perdido el «sabor» de su vida comercial y se busca en el nuevo mapa de una reindustrialización «sin alma»
El edificio del mercado cayó al amanecer, un día gris en los años ochenta. Aquel derribo, mirado con la perspectiva del paso del tiempo, es una metáfora para los ojos del poeta, algo así como «el hundimiento simbólico de Sama», la frontera que separa el antes del después en esta villa que ha visto desplomarse lo que era y que ya no ha vuelto a sentirse «el centro comercial más importante del valle del Nalón». Ricardo Labra, salmerón de sentimiento y compromiso, langreano de agudo resquemor por el tiempo perdido, pasa con pesar por delante del sustituto moderno de la vieja plaza de abastos, que hoy ocupa la misma manzana de siempre en un lateral de la iglesia de Santiago, pero que es física y esencialmente diferente, ya sin el rumor alborotado de los charlatanes que vendían de todo, de maquinillas de afeitar a navajas, de quesos a embutidos; sin «los animales que traían para portear las estructuras de los puestos» ni «la vida y los aromas del mercado» que remolcaba literalmente a la villa.
Cayó el edificio, se calló la plaza y a Sama, en aquel amanecer sucio de los ochenta, se le fue algo más que una construcción emblemática de su pasado. El inmueble sobrevive reconstruido de otra manera, «pero nunca más ha vuelto a funcionar». Detrás de su nueva fachada marrón, demasiado impersonal al decir de Labra, en la frialdad del gran supermercado que ahora ocupa el interior, ha quedado sepultado algo, afirma, «de aquella Sama finisecular que se va alejando poco a poco por las aguas de la memoria». No es sólo la demolición de la edificación ni la huida de los puestos del ferial, son los indicadores de un cambio de sentido, las alertas de un sentimiento de pérdida en el tránsito de una villa a otra. Alrededor de la plaza, «toda la zona está muerta», se duele el escritor langreano. «Y mira que tenía vida» cuando el niño que fue Ricardo Labra venía a comprar «con mi madre, con una ilusión enorme, engañado porque me decía que me iban a traer un burrín y yo venía aquí a preguntar cuándo llegaba. Todo ese sabor ya se ha perdido».
Esta Sama que no se parece a aquella, vuelve el poeta a la metáfora, es más bien hoy «una coronaria de Asturias». «Lo que ha ocurrido en Sama equivale de algún modo a lo que le puede pasar al Principado». Ni el nuevo mercado suple al viejo ni las minas dejaron más sustituto que aquellos polígonos industriales que querían ser, descifra Labra, «pistas de aterrizaje para que llegase Leviatán a poner el huevo. Pero Leviatán no tiene el vínculo con la tierra que tenían las antiguas empresas de la zona y el futuro se hace incierto si todo se construye sobre las subvenciones», concluye. La villa natal del poeta, aquella del río negro y las minas en el casco urbano, la de la campana de niebla que elevaban las industrias del entorno, está hoy limpia y cuidada, «tal vez nunca estuvo tan atildada, pero puede que la apariencia sea atrezzo, un oropel», que por dentro haya perdido en parte «la identidad, la fuerza». Habla Labra en el parque Dorado, a los pies de «La carbonera», una mujer de mármol con pañoleta y madreñas sacando carbón de una vagoneta empotrada en la peana que sostiene un busto del ingeniero Luis Adaro. Habla en uno de los escenarios donde Sama rinde tributo alegórico al apego con su identidad y su historia, a las mujeres que se buscaban la vida rascando el mineral sobrante en los vagones de transporte y que tampoco ha olvidado, como el poeta, que «esta zona fue el motor industrializador de Asturias. Por aquí se pasó de la Asturias rural a la industrial, esto fue una vanguardia en el movimiento obrero y una avanzadilla democrática y, si todo eso desaparece, el futuro se resentirá. El tejido social se empobrecerá si sólo somos una villa en la que la gente viva y se desplace a su trabajo. Hay que encontrar otras fórmulas, aunque sea difícil, porque Leviatán no tiene alma».
Es el canto a la mirada al futuro sin perder de reojo el pasado, al concepto difuso de la identidad y a la sensación de que al explorar alternativas fuera de la mina tal vez no convenía «una ruptura tan violenta. Es cierto que vivimos una revolución tecnológica avanzada, pero esto no es Silicon Valley. Aquí se pasó directamente del siglo XIX al XXI y si es cierto que no se pueden acometer las épocas nuevas con fórmulas viejas, también lo es que no conviene actuar sobre una zona con tanta historia con una óptica absolutamente nueva. He ahí el gran problema, el dilema en el que está inmersa esta zona», la encrucijada de todo el Valle y no sólo de esta villa que conserva en torno al Ayuntamiento la perimetría medieval y que no puede querer ser, porque nunca lo ha sido, una «ciudad-dormitorio» en exclusiva. Sama «es un sitio para dormir, vivir, sentir y morir, no un lugar sin alma».
Por eso sigue él aquí, ahora viviendo en La Felguera y sólo aparentemente solo, porque es cierto que el éxodo posindustrial se llevó a muchos de sus compañeros de quinta, pero también que le queda «una gran ventaja: las calles me hablan. Ése es tal vez el gran error de la gente mayor que se ha marchado a otra ciudad, que son exiliados, que no saben adónde ir, que se sienten solos. Yo aquí no puedo sentirme solo, la calle me habla». Es otra forma de hacer que el discurso regrese a la identidad, al vínculo entre el poeta y su villa.
La definición que mejor se le adapta toma prestadas las palabras que utilizó un día el periodista y escritor Juan Cueto, allí donde dijo que Sama era «la población más posmoderna de España». El retrato resulta de la elevación para mirar desde arriba la histórica capital langreana y de la vista de una villa que fue «una campana entera cubierta por toda la bruma de las industrias que había en La Felguera y Ciaño, pero abierta al mismo tiempo al mundo rural». A un paso del trazado más urbano del centro, concreta, Sama se convierte de inmediato en Rondera, en Costadarcu, «en ese universo totalmente agrario donde se daba esa economía mixta tan típica de las zonas mineras». Ricardo Labra sabe lo que hay porque nació en La Casa Nueva, barrio viejo al otro lado de la vía de Renfe, exactamente en el número 10 de Hernán Cortés -hoy calle de La Casa Nueva-, en otro lugar de la villa donde se mezclan mundos opuestos. Aquí la vivienda baja, en la orilla opuesta de los raíles del tren la edificación residencial de clase media y el centro comercial y urbano, un área que creció tan de espaldas a esta zona que los edificios que limitan con la vía no tienen ventanas que den hacia aquí.
Labra, de oficio «descifrador de significados», todavía identifica Sama por sus sonidos. A la sola mención del topónimo de la villa vuelve a oír el eco fundido de aquellos dos mundos limítrofes, «las esquilas del ganado y el trepidar del valle entero con los sones industriales, los turullos de las fábricas de La Felguera y el eco del río, porque puede que haya pocas poblaciones en las que tenga tanta importancia el río. Sama siempre estuvo además llena de campanas, la de la iglesia, la del Ayuntamiento... Incluso creo que sonaba la cúpula del edificio de Ridruejo que estaba en la esquina entre la carretera general y la calle Soto Torres y que alguien decidió tirar cometiendo un atentado urbanístico de primera magnitud que cambió la fisonomía de Sama». En esta memoria con banda sonora suena todo eso y alrededor muchos trenes, porque «la vía era un cinturón que cruzaba toda la red urbana y estaba llena de ellos: el de Modesta, el que iba a Duro Felguera, Renfe, Feve...». «Siempre digo que soy una planta del río Nalón», persevera el poeta, y que «Sama es una buena medida del mundo, en el sentido de que hay personajes que se pueden encontrar en cualquier ciudad, el noble y el villano, el inteligente y el bufón...».
Sin nombrar, porque sería «peligroso», «los grandes personajes de una ciudad son los que en una novela formarían parte del inframundo, del mundo marginal», pero Ricardo Labra, el poeta, no puede marcharse sin mencionar a Eugenio Torrecilla, escritor y alma de una tertulia literaria «que iluminó esta zona durante tantos años». Él, que vive aún en «los siete pisos», el edificio racionalista que envuelve el cine Felgueroso, fue y sigue siendo «esa luz intelectual» sobre esta Sama con su «gran sabor de personajes» y su arquitectura peculiar, de un eclecticismo atrayente para el que sabe mirar o da con el guía adecuado. «Esto es de la Rusia de "Crimen y castigo"», señala Labra un edificio que se incendió hace poco en La Casa Nueva. Aquel otro, azul, con adornos blancos, recién restaurado frente a la estación de Renfe, «es Portugal»... Por eso siempre vuelven a Sama, destaca Ricardo Labra, todos los viajeros con sombrero que pintaba Eduardo Úrculo, salmerón ilustre. Es aquí adonde viene Williams B. Arrensberg, ese otro viajero de bronce salido de las manos del artista langreano, plantado con el equipaje a los pies en la plaza de Porlier de Oviedo, mirando a la Catedral. «Ahí paraba el Carbonero», explica Labra, «está esperándolo para volver a Sama».
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